viernes, 28 de diciembre de 2012

El loco del tren 2: Mis amigos del alma- Miguel Dorelo



El loco del tren 2: Mis amigos del alma- Miguel Dorelo

No pude dormir en toda la noche, la puta madre. Y lo que me preocupa es que sé perfectamente que esta vez no es como las otras veces, o mejor dicho, como esas primeras veces. Supongo que a cualquiera le hubiese pasado lo mismo: cuando uno hace este tipo de cosas por primera vez debe ser natural andar nervioso. O por lo menos, ansioso. Y claro, a la noche uno no descansa como dios manda. Odio a esa gente que recurre a químicos para poder conciliar el sueño, yo no lo hago ni en pedo. Si no podés dormir bancátela, algo habrás hecho para merecerlo.
 Después de esas primeras veces todo se toma con más calma, uno empieza a entender que todos tenemos una misión en la vida y termina asumiendo lo que le es ineludible, se lo toma como lo que es: la razón por la que uno está en este mundo y sus noches vuelven a la normalidad, como debe ser. Claro que esta vez, está última vez, hubo una serie de factores que hicieron que no fuese como las otras veces. Debe ser por eso lo del insomnio de anoche. Mejor dicho, es por eso, estoy seguro.

El episodio del loco del tren no defirió mucho de otros anteriores, un loco más, todos los locos se parecen y este era exactamente igual a los otros locos que se me han cruzado y de los que me encargué prolijamente de que ya no se crucen con nadie más. Nada fuera de lo habitual. Pura rutina. Deliciosa, maravillosa rutina. Hice lo correcto y sobre eso no me cabe ningún reproche.
Lástima lo otro. Tendría que haber viajado solo. O no hacer caso del tipo que nos miraba. El cazador solitario no debe dejar de lado sus costumbres, siempre deberá pagar algún precio por apartarse del camino correcto. Pero bueno, lamentarse es para los débiles de carácter y creo no formar parte de esa patética raza. Por suerte siempre se está a tiempo para todo, aún para subsanar errores.

Empiezo por comprender y aceptar que todo lo que sucede, sucede por una razón; que ese día haya compartido mi viaje desde Villa Ballester hasta  Retiro con mis amigos, el señor F y el señor E a bordo del tren de la línea Mitre ya estaba escrito en algún lugar.
Suelo hacer un culto de la amistad, la verdadera amistad, la que se da muy de vez en cuando, esa que significa compartir buenas y malas, la del abrazo sin falsos pudores, la del podés contar conmigo para lo que sea. Y sobre  todo esa especial amistad que solo se da entre varones, entre machos, la cómplice, la de mirar el mismo culo femenino al mismo tiempo y ponerle puntaje y especular sobre las cualidades anatómicas y amatorias  del resto de su portadora o discutir a muerte sobre la evidente superioridad de mi equipo de fútbol sobre el tuyo, putearse si es necesario y terminar todo compartiendo una cerveza y concluyendo un que gane el mejor.
El señor E y el señor F son mis amigos. Es por eso que la decisión no fue fácil, aunque tampoco traté de escaparle a lo que debía asumir como ineludible y que casi de inmediato se me hizo impostergable. Ellos mismos, con sus actitudes ante los hechos acontecidos en ese vagón habían decretado lo que no habría forma de evitar.

Lo hice sin culpas y porque debía hacerlo. Solo me tomé la licencia de fraccionar la cosa. Entiéndame, pónganse en mi lugar y reconozcan que lo hubiesen hecho de la misma manera que yo lo hice. La pérdida de alguien que amamos es dolorosa, imagínense ese mismo dolor multiplicado por dos.
No crean que realicé alguna especie de sorteo o algo así, el señor F fue el primero pero bien podría no haberlo sido, no fue premeditado ni una cuestión de privilegio. Ahora que lo pienso, creo que fue por una simple cuestión de practicidad: debía encontrarme con él esa misma tarde y me ahorraba inventar alguna excusa para llamarlo y concretar una cita.
Traté de evitarlo, fui a la cita con el firme propósito de tomar distancia de lo personal, pero me fue imposible, apenas lo vi, sabiendo que serían sus últimos minutos en esta vida sentí un dolor en el pecho y en el alma como pocas veces antes. Por un instante pensé en que quizá no fuese necesario, pero sabía que solo me estaba auto engañando.
Caminamos, como solíamos hacerlo cada vez que nos encontrábamos para charlar, las tres cuadras desde la parada del colectivo en el que solía venir hasta mi casa por el lado izquierdo de la calle, el que da al largo paredón del neuro psiquiátrico. En apenas dos minutos o algo así llegamos al lugar en que todo se desencadenaría, a escasos cincuenta metros del final del estrecho callejón que debíamos cruzar antes de desembocar a mi calle y mi casa. Lo abracé como solo se abraza a un amigo muy querido, él se merecía con creces ese último gesto de mi parte, y clavé las consabidas siete veces el cuchillo en su cuerpo. Su asombro me enterneció de una manera que no puedo describir. No gritó. Me gusta pensar que fue un último acto de amistad de su parte.
Sentí alivio, un gran alivio. Solo eso. Busqué su billetera cuidando de no mancharme con su sangre y me la llevé. Dejé su cuerpo allí mismo, no es algo extraordinario que por esa zona de la ciudad se produzcan robos de índole violenta. La policía archivará rápidamente el caso.

Miro la tele casi sin escuchar lo que en este momento una chica rubia con escasa ropa está diciendo ante las cámaras. Tiene un par de tetas formidables. Creo que está hablando de un video íntimo que le han robado y subido a internet o algo así. Nada nuevo. Me levanto, me voy a preparar un té saborizado de los que me gustan. Frutos del bosque, ese estará bien. Mientras espero a que el agua hierva marco el número en el celular.
—Hola, E. ¿No sabés nada del señor F? Quedamos en encontrarnos pero no apareció. Seguro que se olvidó. A propósito, si mañana tenés un rato me gustaría que nos viésemos. Tengo que hablarte de algo muy importante.

martes, 25 de diciembre de 2012

El loco del tren- Miguel Dorelo


El loco del tren- Miguel Dorelo

La gente está muy mal.
Vaya novedad, dirá más de uno. Pero déjenme que les cuente lo que me sucedió en ocasión de un corto viaje en tren desde Villa Ballester hasta Retiro en compañía de un par de amigos y después me cuentan si no tengo razón.

Nos dirigíamos el señor E, el señor F y yo hacia un evento en el que pensábamos pasar un buen rato debido a que se trataba de un encuentro cultural en que habría música, lectura de textos, tragos y mujeres, todo lo que un ser humano medio varón necesita para ser feliz, a bordo del vagón de la línea Mitre del cual ya di cuenta en las primeras líneas de este relato. Lo hacíamos de manera alegre, charlando sobre bueyes perdidos, tratando de arreglar el mundo, fijando las pautas adecuadas para conseguir que toda clase de señoras y señoritas caigan rendidas a nuestros pies, filosofando de esa manera en la que la filosofía se convierte en algo más que citas constantes de libros gordos y grises y se asemeja un poco más a la sabiduría espontánea de lo popular. Un estado ideal para un viaje de corta duración: delirar mientras el traqueteo del vagón oficia de banda improvisada de sonido.
Claro que lo ideal suele tener su contrapartida, y esta vez no fue la excepción a la regla.
La piedra en el zapato tomó la forma de un hombre joven, de entre 25 y 30 años, que sentado un par de asientos más allá de nuestra ubicación nos observaba atentamente con una mirada que se me dio por catalogar de “inquietante”. Solo nos miraba, solo eso, pero un extraño resquemor se fue apoderando de mí. Casi sin darme cuenta comencé a desear en cada estación por la que pasábamos que fuera la de su destino y descendiera en ella. Comencé a sudar frío y a contestar sin sentido algunos “a vos que te parece” que me dirigían el señor F o el señor E: todos mis sentidos se encontraban enfocados en ese hombre de contextura flaca, barba desprolija y ojos claros que se encontraba a un par de metros, siempre mirándonos y sin decir palabra.
El tren seguía avanzando, la tarde caía sobre la enorme ciudad y las primeras luces artificiales comenzaban a encenderse. Traté de mirar por la ventanilla que se encontraba a mi izquierda, ahora comprendo que fue mi forma de tratar de huir de un peligro que se hacía más y más previsible cada segundo y cada metro que transcurría en ese vagón. Solo escuchaba murmullos ininteligibles en lugar de las palabras habituales que deberían salir de las bocas del homogéneo  grupo no muy numeroso de personas que nos acompañaban en este viaje hacia ya no sabía dónde.  Comenzaba a perder noción de tiempo y espacio, mi respiración se aceleraba y los latidos de mi corazón, estaba seguro, comenzaban a retumbar hasta varios metros más allá de donde me encontraba. Tuve miedo de desmayarme y perder toda esperanza de lograr escapar de ese lugar y esa mirada.
El señor  E y el señor F gesticulaban y reían, protegidos quién sabe por quién y por qué, como si un escudo de algún material desconocido los aislara del peligro.
El convoy siguió avanzando, desentendido por completo de cuestiones mundanas, aislado en su coraza de acero, como no queriendo involucrarse en cuestiones netamente humanas.
Volví a mirar por la ventanilla: aún faltaban un par de estaciones más para llegar al destino final, la estación Retiro. Solo tenía ánimo para rogar que todo se mantuviese tal cuál, que no se modificara en lo más mínimo las condiciones del viaje, ya que había perdido toda esperanza de que el extraño personaje se bajase antes. Distraído, perdido en estos pensamientos, no pude ver el momento en que él se había levantado del asiento  y ahora se encontraba en un lugar a varios metros más adelante. Desde allí gesticulaba apuntándonos con un dedo mientras vociferaba algo en un idioma que no pude reconocer. Yo estaba totalmente asustado, al borde del pánico, esperaba que todo aquello terminara de la peor manera, pero a mis compañeros de viaje, al igual que el resto del pasaje parecían no afectarles demasiado el episodio. El señor F solo hizo una mueca que no supe cómo interpretar y el señor E reía de una forma que me pareció muy extraña, a la vez que decía “¿Qué le pasa a este loco?” mientras amagaba con ir a “ver que quiere” . Pude convencerlo a duras penas de que no lo hiciera, que podía ser peligroso porque no sabíamos nada sobre las intenciones del sujeto o bien podría estar armado.
El señor E insistía con ir a pedirle explicaciones mientras el señor F, que se me había sumado en el intento de disuadirlo y yo tratábamos de contenerlo. Fue en medio de este tira y afloje cuando el tren comenzó a circular cada vez más despacio hasta terminar por detenerse. El gran conglomerado de gente que se observaba en el andén me hizo comprender que al fin habíamos llegado a la terminal. Alcancé a ver al tipo descendiendo rápidamente del vagón y perderse entre la multitud. Hicimos lo propio y, ya un poco más tranquilo, dejé por unos minutos a mis amigos comprando cigarrillos en un kiosco anunciándoles que iría hasta los baños públicos y que de paso haría un llamado telefónico a casa de mis padres desde las cabinas que se encontraban en un extremo del andén.

Ya en la calle ubicamos las respectivas paradas de colectivos que nos terminarían de acercar a nuestros destinos finales. Nos despedimos del señor F, ya que él debía volver a su casa en el conurbano y no nos acompañaría al evento al que pensábamos concurrir el señor E y yo.

El resto de la noche transcurrió en calma, en un agradable ambiente de amigos, copas, música y lectura de cuentos en la cual tuvo una destacadísima participación mi amigo el señor E. En lo personal, cumplí con parte de mis expectativas personales y me fui del lugar con la clara perspectiva de la continuación de una relación muy prometedora con una señora a la que conocí esa noche.

Ya en casa y solo, con los primeros rayos de sol asomando por la ventana de mi cocina y ante una humeante taza de café, distendido y con la mente despejada hago un repaso de estas últimas horas y sonrío. El destino suele situarnos  en lugares y momentos en que tomar  las decisiones adecuadas es algo que puede marcar el rumbo que tomará nuestra vida. Como ya me ha sucedido otras veces, ayer fue uno de esos momentos y, orgullosamente, puedo decir que no me he defraudado a mí mismo. Como en esas anteriores ocasiones he sabido actuar rápida y efectivamente. Apenas descendidos en la estación Retiro y luego de excusarme con mis amigos alcancé rápidamente al tipo de la mirada extraña, a ese reverendo hijo de puta que ya no podrá jugar a su jueguito malvado  con persona alguna nunca, nunca, nunca más. Arrastrarlo hasta el rincón que queda entre las cabinas telefónicas fue fácil y como suele pasar en estas grandes ciudades nadie se fijó demasiado en lo que pasaba. Fueron siete puñaladas precisas, ya estoy lo suficientemente práctico como para saber en qué parte del cuerpo la sangre tiende a fluir mansamente sin que se produzcan salpicaduras poco convenientes que manchen mi ropa. Dejé allí mismo el cuerpo, entré a una de las cabinas, limpié un par de manchas rojas de mi mano derecha, utilizar guantes me hace sentir como que no estoy haciendo las cosas como deben ser, tomé el tubo del teléfono, marqué el número  y llamé a mis padres.

Sorbo el último poco de café ya casi frío y me dirijo a acostarme, el cansancio y el sueño comienzan a vencerme, ya no soy un jovenzuelo, debo admitirlo. Antes de dormirme un último pensamiento me invade, el recuerdo de mis amigos, el señor E y el señor F; algo no me termina de cerrar con respecto a sus comportamientos al bordo del  tren. En cierta forma me sentí defraudado con sus actitudes y creo que deberé hacer algo al respecto. Antes del fin de semana los llamaré por teléfono para encontrarnos y ahí veré qué hacer con ellos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El fin del mundo ya está acá- Miguel Dorelo



El fin del mundo ya está acá- Miguel Dorelo

—Esta vez es cierto—Le dije mirándola a los ojos.
— ¿Qué “esta vez es cierto”? No empieces con tus delirios tan temprano que no estoy de humor. —me respondió desperezándose y con su habitual cara de orto que suele acompañarla por lo menos hasta el almuerzo.
—El fin del mundo ya está acá. —Le disparé tratando de darle un tinte dramático a mi tono de  voz.
—Dejáte de romper las bolas, tarado.
—Los Mayas lo dijeron. Lo leí en Internet.
—Esos indios no sabían un carajo. Y en Internet se dicen boludeces a montones. Solo los tipos como vos creen esas cosas.
—Observé señales. —Insistí.
— ¿Eh?
—Eso, que vi señales todo el día de que esta vez es cierto.
—Estás cada vez peor ¿Y cuáles serían esas señales? —Preguntó sin muchas ganas de esperar una respuesta.
—Los pájaros.
— ¿Qué pasa con los pájaros? ¿La película o esos bichos de mierda que a la mañana joden con sus chillidos y no me dejan dormir?
—Las aves, esos hermosos animalitos dueños del arte de volar que nos alegran el día allí donde estén. Esos  ángeles terrenales.
—Sí. Los que te cagan en la cabeza además de romper las bolas a la mañana. ¿Qué pasa con los pájaros?
—Se comportaron todo el día de manera extraña. Estaban tristes.
—Ah, bueno; vos estás para internarte ¿Y cómo mierda sería un “pájaro triste”? ¿Lloraban los desgraciados? ¿Los viste comprando pañuelos descartables?
—Mejor hago de cuenta que no te escuché. Estás cada vez más mala onda. Los pájaros son bellos y alegres y si están tristes es porque algo saben.
—Si saben tanto preguntáles cuando vas a madurar, porque la verdad es que no entiendo como aún sigo con vos bancándome todas estas tonterías de tu parte. ¿Eso es una señal del fin del mundo? ¿Qué los pájaros estén tristes?
—Sí. Esa es una de las señales. Hay otras.
— ¿Cuáles otras?
—Ahora no te digo más nada.
—Dale, pelotudo. No te me hagas el ofendido ahora.
–Está bien. El cielo.
—El cielo…Claro, como no me di cuenta antes… ¿Qué carajo pasa con el cielo? ¡Está igual que siempre! ¡Lo estoy viendo por la ventana!
—No es así. Vos siempre ves lo que querés ver, por lo general lo que te conviene. El cielo ya no es el cielo.
— ¿El cielo ya no es el cielo? ¡Otra vez estuviste leyendo al nabo ese de Coelho! Vos no escarmentás más.
—Te juro que no…Bueno, solo una ojeadita, pero no es por eso que te digo lo del cielo.
— ¿Y por qué me lo decís?
—Vi nubes.
— ¿Viste nubes? Ah, ahí sí que tenés razón: ver nubes en el  cielo es rarísimo ¿Me estás agarrando para la joda, la puta que te parió? ¡Me estás haciendo calentar!
—No, mi amor, no. Las nubes se comportaban de manera rara.
—No me digas que “estaban tristes” porque te acuchillo acá no más ¿Cómo son las nubes que se comportan de forma rara?
—Se movían en contra del viento.
—Pero vos sos muy gil. El viento a esa altura bien puede ser que sople al contrario que en la superficie, pedazo de tarado. Ayudáme a tender la cama y dejáte de boludeces. Me cansaste.
—No, no, no entendés; unas se movían para un lado y otras para el otro, como si danzaran. Hacían rondas y hasta escuché una especie de melodía muy hermosa cuando las miraba. Fue hermoso. Lloré.
—Estás loco. O me estás cargando. Los pájaros tristes y las nubes danzarinas: las señales de que el fin del mundo está al caer.
—Me da miedo.
— ¿El fin del mundo? ¿No decís que fue hermoso esto de las señales? No te entiendo, si parecés hasta contento.
—De lo que tengo miedo es de lo otro, de decirte que hay más señales.
— ¡No, no y no! ¡Basta! ¡Está bien! ¡No quiero escucharte más! Tenés razón, pero no digas ni una sola palabra más.
– ¿Entonces…? ¿Si?
— ¡Si, si, la puta madre! Tengo que hacer veinte mil cosas hoy, pero por única vez, ¿Escuchaste bien? ¡Por única vez te voy a dar el gusto! Ya te dije mil veces que por  las mañanas no me gusta .Sacáte la ropa.
 — ¡Eso! ¡Te amo! ¡A coger que se acaba el mundo!



lunes, 10 de diciembre de 2012

Después no digas que no te avisé- Miguel Dorelo



Después no digas que no te avisé- Miguel Dorelo

A vos te encanta buscar excusas para casi todo, así que después no digas que no te avisé: un día de estos te voy a besar en la boca. Va a ser un beso de no menos de setenta y ocho segundos cuatro décimas de duración.
Y cuando alguna de tus amigas te diga “te vi besándote con Miguel” no les salgas con aquello de “yo no lo besé me agarró de sorpresa estaba distraída pensando en otra cosa fue él no tenía mi autorización escrita no llenó el formulario necesario para ese trámite” ni ninguna otra de esas tonterías que te gusta tanto utilizar.
Un día de estos te voy a besar en la boca con un beso que durará no menos de setenta y ocho segundos cuatro décimas pero que puede extenderse hasta un par de siglos.
Después no digas que no te avisé.

sábado, 1 de diciembre de 2012

El náufrago secreto- Varios autores



El náufrago secreto (homenaje a Jorge Luis Borges y J.G.Ballard) – María del Pilar Jorge-Esteban Moscarda- Saurio- Sergio Gaut vel Hartman-Miguel Dorelo

La vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos, con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación. Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo contrario.
La desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones. Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba. Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán homérico que lo rescataría?
Entre las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se hallaba inmerso.
¿Seguiría las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de esta ensoñación.
Cuando llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla, demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla? Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo— era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el que se encontraba.
Sostenido por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.

Cuento escrito en colaboración con escritores amigos en homenaje a dos grandes de la literatura.