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miércoles, 9 de enero de 2013

El loco del tren 3: Terminar el trabajo empezado-Esteban Moscarda, Facundo Kishimoto & Miguel Dorelo



El loco del tren 3: Terminar el trabajo empezado- Esteban Moscarda, Facundo Kishimoto &Miguel Dorelo

Anoche volví a dormir mal. Di vueltas en la cama y me levanté un par de veces a fumar. En una de esas veces me tuve que hacer un té de durazno, otro de mis sabores favoritos, para tratar de calmar mi ansiedad.
No fue hasta que  asomaron los primeros rayos de sol por la ventana entreabierta de mi cuarto que pude reconocer lo obvio: estaba preocupado por los hechos acaecidos hacía ya setenta y dos horas y de los que fuimos protagonista mi amigo del alma, el señor F, y yo.
Remordimiento suele ser una palabra usada por los cobardes para justificarse ante las consecuencias de  acciones que han realizado sin que nadie los obligara; no está en mi diccionario personal. Aunque extraño al señor F, quién no extrañaría a un amigo perdido abrupta y violentamente aun habiendo sido el causante directo de esa pérdida, lo que me preocupa es otra cosa.
He buscado la noticia en los diarios y tuve prendida la radio todo el tiempo, ambas cosas sin resultados: ninguna noticia sobre la aparición del cadáver apuñalado. Es extraño, aunque últimamente la aparición de un muerto más ya casi ni es noticia.
Ayer hablé por teléfono con el señor E y le recordé que teníamos que juntarnos a hablar. Como al pasar le pregunté por el señor F y me dijo que hacía unos días que no lo veía ni hablaba con él. Ambos convenimos en que no era algo inusual que desapareciera durante un tiempo y que seguramente habría enganchado una minita en el conurbano y se había afincado en su casa por unos días. Ya reaparecería, nunca duraba en relación alguna más de una semana. Luego agregó un “estuve muy ocupado, sabés que estoy rindiendo en la facultad, pero este fin de semana nos vemos. Yo te aviso antes”. Noté algo extraño en su tono de voz, pero me dije que debería haber sido por mi paranoia actual; últimamente veo complots de todo tipo alrededor mío.
Anoche, más calmado, podría haber dormido bien, pero como bien digo “podría haber dormido”; cuatro llamadas a mi celular, la primera a eso de las dos de la mañana y la última cerca de las seis, todas ellas marcadas por el aparato como “privado”, todas ellas sin que del otro lado emitiesen ni una palabra, aunque la comunicación no se cortara, lo impidieron. Después de la cuarta apagué el teléfono, seguro algún pelotudo insomne  que no tenía nada que hacer y justo me tocó a mí ser blanco de sus jodas.
Me desperté de golpe casi a las diez, se ve que luego de apagar el celular me quedé dormido; estaba empapado en sudor y creo que debo haber soñado, pero no recuerdo casi nada del sueño, solo haberlo tenido. Prendo el celular y este me avisa que tengo un mensaje. Lo abro y leo “aún estoy aquí”, el remitente es “desconocido”. Pienso en el mismo idiota de toda la noche y en que la gente está muy enferma, aunque algo en mi mente se inquieta;  a lo mejor el tipo no es tan imbécil, su frase me resulta por lo menos inquietante.
Me preparo el mate ya un poco harto de mis tés, suele pasarme eso con casi todo, debo cambiar  de rutinas para no aburrirme. Me concentro en lo importante, ya me es totalmente imposible seguir así, debo terminar el trabajo empezado antes de que enloquezca. Agarro el teléfono y aprieto la tecla que me comunicará con mi mejor amigo, el señor E. Tenemos que vernos, es urgente, le digo. “Mañana a eso de las siete de la tarde esperáme en la parada del 128”, me dice su voz del otro lado y corta sin darme tiempo a nada más. Es extraño, el tiene auto y rara vez se maneja en colectivo. Supongo que se le debe haber roto. De todas maneras me pone nervioso que utilice la misma línea de transporte y tenga que bajar en el mismo lugar que hace menos de tres días lo hizo el señor F, pero por sobre todo el que tengamos que transitar el mismo camino hasta mi casa y pasar juntos por el lugar en que pasó lo que tuvo que pasar. En ese instante recuerdo, misterios de la mente humana, el sueño de esta madrugada: el señor F mirándome a los ojos mientras hundía el cuchillo una y otra vez en su cuerpo y su boca abierta en un no grito.
Tengo todo planificado al detalle y mañana a la noche ya podré descansar tranquilo con la satisfacción del deber cumplido. Unas horas más y todo este asunto habrá concluido.

El señor M baja del colectivo, me sonríe, me tira un “como andás” y juntos emprendemos el corto camino hasta mi casa. Un leve estremecimiento es todo lo que siento al pasar por el lugar en donde corté abruptamente los últimos segundos de vida de mi amigo el señor F; pensé que me resultaría más difícil hacerlo en compañía del tercer miembro de esta cofradía que alguna vez dijéramos que sería  para siempre.
Tal como supuse, el señor E no pudo negarse a tomar una cerveza apenas llegamos y nos sentamos a la mesa de mi cocina. Diez minutos después el efecto del narcótico había hecho efecto y caía dormido en su silla. Mi excusa de no acompañarlo con la bebida debido a mi problemita con la presión sanguínea no había despertado ninguna sospecha en él.
Cuando despertó ya lo tenía atado fuertemente a su asiento. No hubo necesidad de amordazarlo,  en mi equipo de música sonaba a todo volumen “Hombre esquizoide del siglo XXI” de King Crimson y si quería podía gritar, mis vecinos estaban más que acostumbrados a que lo hiciéramos habitualmente. No lo hizo, solo me miró. Tengo que hacerlo, necesito hacerlo, le dije. “Lo sé”, me respondió con una voz extrañamente calma mientras se sonreía. Algo estaba mal, muy mal, pero aún no entendía qué.

“Claro que lo sé y claro que no tengo miedo. Porque estoy loco. Porque no estoy menos loco. La locura es un bálsamo, una medicación que cura la realidad. Yo estoy loco, mis amigos están locos, el loco del tren estaba loco, loco el mundo, loco el almacenero de la esquina. Por eso no tengo miedo ni dudas de la aparición que se materializa en medio de la pieza, King Crimson como soundtrack loca, loca la birra narcótica, loca la vida espumosa y el odio del loco del señor M. Tal vez lo planeamos, igual que en la película “Las diabólicas”. Tal vez la loca, demente, vesánica aparición fue un artilugio fríamente calculado, estudiado, preparado para un hombre que sufre del corazón, que no soportaría la venganza de unos amigos del alma, locos, locos como él”.

E. no tenía miedo, pero ¿Yo sí? Yo maté al loco del tren, yo fui también el asesino de F. y yo era quien había atado a E., entonces yo siempre he sido el poderoso ¿No? ¿De dónde habrá salido lo que estoy viendo? ¿De dónde he salido yo? ¿De dónde el loco del tren? No tenía ninguna de esas respuestas, solo tenía la impresión de estar en frente de lo que siempre imaginé como el deseo mal formulado a la pata de mono: que F. volviera a estar vivo. A duras penas lo reconocí, su esencia era la misma pero el aspecto y hedor que mis sentidos sufrían eran atroces. Ahora no solo E. carecía de temor, sino que F. me hacía sentir escalofríos. Como en las peores pesadillas mis músculos no me respondían, este nuevo ser estaba cada vez más cerca y yo sin poder moverme. Quise cerrar los ojos para que el final fuera menos doloroso, pero tampoco me dejaron. No sé si alguien mencionó que en el momento preliminar a la muerte los sentidos se intensifican, pero todo se me presentaba extrañamente más luminoso y oscuro a su vez, hasta el ruido más tenue me era audible, hasta el punto de dolerme los tímpanos; sentía unas náuseas tremendas a causa del estado de putrefacción que tenía F., mi lengua estaba más que reseca; y mi sentido común ya no entendía un carajo. Un segundo más y F. me daría alcance. Un segundo más y… risas… carcajadas… estridentes carcajadas. Sí. E. y F. se estaban riendo ¿Todo esto era una joda?

Carezco de voluntad propia, apenas puedo moverme, mis manos comienzan a desatar al señor E sin que pueda hacer nada para impedirlo. E y F ya no ríen. Te vamos a explicar todo dice uno de ellos. No distingo cuál de los dos ha hablado. El olor que despide el señor F es inadecuado a todas luces, algo no cierra, somos tres amigos charlando amablemente y ese aroma nauseabundo no tiene nada que hacer aquí.
“Pensamos en matarte”, me dice el señor M, "pero ya no”. A pesar de lo que me hiciste y de lo que planeábas hacerle a él, somos tus amigos, tus amigos del alma, agrega el señor F.
No entendemos bien que es lo que pasó, pero luego de que abandonaste mi cadáver volví a la vida. Desorientado solo atiné a llamar a E y contarle todo. Me creyó enseguida, sabe perfectamente que no podría mentirle sobre algo así. Y planificamos esto, claro. Mejor dicho, fuimos improvisando hasta llegar a este momento, que deberían haber sido tus últimos momentos. Un buen susto, un gran susto que paralizaría tu corazón enfermo. Pero no podemos hacerlo, te amamos demasiado, concluye ante el asentimiento con un gesto del señor E.
Ahora entiendo el por qué de la no aparición del cadáver y la falta de noticias sobre el crimen. Las llamadas a mi celular durante la noche y el mensaje de texto, el “aún estoy aquí” que logró perturbarme. Les festejo esto último, han sido muy inteligentes, les digo, sembraron en mi una duda de manera magistral. Me miran asombrados, no hemos hecho eso, me aseguran. Sus miradas me dicen que no están mintiendo. De repente el miedo más profundo se apodera de mi ánimo ¿Quién entonces? Me calmo. Reflexiono y mi mente vuelve a aquél instante, a esa mañana cuando prendí el celular y leí el mensaje. Por supuesto, estuve en lo cierto al creer que debe haber sido un idiota que no tenía otra cosa que hacer más que gastar una broma pesada a un incauto al azar; unas llamadas de madrugada y un mensaje enigmático para reírse un poco. Se los cuento y los tres reímos, juntos, como en las mejores épocas.
El dichoso aparatito suena en ese instante, las risas se cortan de golpe pero solo por un momento. Esta vez las carcajadas son más fuertes, “ahí está el tipo otra vez, atendélo”, dice el señor E. 
Levanto el celular y me lo arrimo al oído. Solo yo existo y lo sabés, dice la voz del otro lado. El señor E y el señor F comienzan lentamente a desvanecerse junto a los muebles, las cortinas, el celular, mi mano, las ventanas y la calle que da al frente de mi casa.

El tren avanza con su andar cansino. En el vagón de la línea Mitre que va desde Villa Ballester hasta Retiro un hombre joven de entre unos 25 a 30 años, de contextura flaca, barba desprolija y ojos claros   observa con mirada inquietante a tres amigos que un par de asientos más allá conversan animadamente.



sábado, 1 de diciembre de 2012

El náufrago secreto- Varios autores



El náufrago secreto (homenaje a Jorge Luis Borges y J.G.Ballard) – María del Pilar Jorge-Esteban Moscarda- Saurio- Sergio Gaut vel Hartman-Miguel Dorelo

La vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos, con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación. Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo contrario.
La desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones. Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba. Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán homérico que lo rescataría?
Entre las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se hallaba inmerso.
¿Seguiría las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de esta ensoñación.
Cuando llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla, demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla? Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo— era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el que se encontraba.
Sostenido por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.

Cuento escrito en colaboración con escritores amigos en homenaje a dos grandes de la literatura.