Viceversa-
Miguel Dorelo
Sentado
a la mesa del bar, pienso. Escarbo en mi mente tratando de encauzar el principio
de lo que será un nuevo relato.
El
café se enfría de a poco, olvidado en su pocillo blanco.
Miro
a través de la ventana que da a la avenida. Escucho el ruido que producen los
automóviles al pasar y observo a las personas caminar.
Un
hombre de unos cincuenta años apresura el paso al cruzar desde la acera
opuesta. Ya más cerca, cuando pasa delante de la vidriera del local, veo que es
un poco más joven de lo que me pareció en un primer momento. Lleva puesto un
abrigo color azul y una bufanda roja. Sé que hace frio y hay un poco de viento.
De
a poco, la historia va tomando cuerpo, comienzo a teclear más aprisa y la pantalla
se puebla de caracteres que van formando palabras, párrafos, oraciones…
No
todo es lo que parece. Y menos aún cuando el que cuenta la historia es alguien
como yo; alguien al que le gusta por sobre todo jugar con realidades
inventadas. No crean a pie juntillas todo lo anterior que han leído.
En
realidad estoy en casa, delante de la pantalla de la computadora, tratando de
inspirarme para comenzar a escribir un cuento. No existen el bar, ni la mesa a
la que estoy sentado, mucho menos el pocillo con café que se va enfriando.
Tampoco la avenida, los automóviles ni sus ruidos. Mucho menos las personas que
caminan ni el hombre que cruza apresurado, su abrigo de color azul y su bufanda
roja. A veces, me involucro demasiado en mis propias invenciones, suelo
confundirme y creo que en realidad todo eso existe. Por suerte, hasta ahora
siempre he sabido reaccionar a tiempo. Ahora sé a ciencia cierta que la realidad es otra y
es debido a eso que comienzan a esfumarse ante mis ojos: solo quedan asentadas
las palabras que describen a los personajes involucrados y su entorno. Todo ha
vuelto a su lugar.
Y
sin embargo, en algún lugar suena una alarma: algo no está bien y no alcanzo a
comprender de qué se trata.
El
hombre, de algo menos de cincuenta años, traspone la puerta de su casa, saluda
a su esposa con un beso, se saca su abrigo de color azul, desprende de su
cuello la bufanda roja y arroja ambas prendas sobre un sillón de color marrón.
—Hoy
me pasó algo muy raro —comenta con voz algo turbada. Estaba cruzando la avenida
en el lugar de siempre, frente al bar, cuando me llamó la atención un hombre
que sentado ante un pocillo de café me observaba de manera inquietante. Pude
ver que a continuación, tecleaba frenéticamente algo en una Notebook. Lo
extraño es que cuando al fin terminé de cruzar y miré hacia el interior para
ver su rostro, ya no estaba. Fue como si se hubiese esfumado.