viernes, 28 de septiembre de 2012

O ella o yo (Momento de decisiones)- Miguel Dorelo



O ella o yo ( Momento de decisiones)- Miguel Dorelo

–Pero… ¿Por qué?
—Ya te dije, esto no va más.
—No podés cortar una relación como la nuestra así, de golpe. Son muchos años juntos.
—Uno debe asumir responsabilidades en esta vida. Ya he tomado la decisión: debes dejar de existir para mí, es lo mejor. Y solo conozco una manera definitiva de que esto ocurra.
—Fue idea de ella…
—No.
—Si, fue idea de ella.
— ¿Y eso que importa ahora? Está bien, tenés razón, ella me lo pidió. O mejor dicho, me dio la opción: “o haces que desaparezca para siempre o lo nuestro se termina ya”, me dijo.
—Y vos enseguida aceptaste, en el fondo sos un pobre tipo. Me usaste.
—Traté de defenderte, te lo juro.
—Me imagino el esfuerzo…No sigas que me vas a hacer llorar. Basura.
—Vos siempre supiste que dependo de ella para subsistir,  aún te tengo cariño, pero ya no soy ningún jovenzuelo y solo es una cuestión de supervivencia.
— ¿Cariño? ¿Decís que aún me tenés cariño?
— Y si.
— ¿Pero no me amabas, reverendísimo hijo de puta?
— Y… También. Las dos cosas.
— ¡No entiendo por qué no te mato ya!
— ¿Porque me amás…?
—Te tendría que cortar las bolas, eso tendría que hacer. Y solo para empezar.
—Ella ni lo notaría, para que te vas a tomar ese trabajo; aparte, debe ser doloroso y siempre me dijiste que nunca me harías daño.
—Es cierto; y vos siempre me dijiste que con ella no tenías sexo. Otra de tus mentiras.
— ¡Te juro que no lo tenía! ¡Bueno,casi nunca! A veces ella me decía que se sentía muy sola y vos viste lo bueno que soy yo. Lo hacía por ella, me daba lástima la pobrecita.
— ¡La reconcha de tu madre!
—Se te está yendo la mano, me parece; bien sabés que mi madre es una santa y no tenés por qué meterla en esto. Y te repito por enésima vez: ella es mi esposa de toda la vida; bueno, en realidad ella hace todo por mí, y vos últimamente dejás mucho que desear.
—Ah, pero que turro que sos ¿Me venís con reproches y todo? Te juro que no se qué te ví…
–Bueno, no es tan así y los dos lo sabemos; acordáte yo estaba en el baño de caballeros, como corresponde, y vos te confundiste de puerta, entraste me viste “aquello” y digamos que fue “un amor a primera mirada”. Quedaste impresionada, no lo niegues.
— ¡N0, NO, NO! no podés ser tan, pero tan poco hombre.
—Más bien todo lo contrario…Pero volvamos a lo que importa: lo lamento con toda mi alma, pero lo nuestro no puede prolongarse más.
—Es definitivo, entonces; te quedás con ella ¡Me abandonás!
—Si querés ponerlo en esos términos…Siempre te gustó el papel de pobrecita. No te abandono, solo es que no puedo seguir más con vos.
— ¡Es lo mismo!
—No. No es adrede. Hago lo que es mejor para todos y todas.
— ¿Ahora hablás como la presidenta también? Vos estás loco.
—No sé de qué me hablás; digo todos y todas porque siempre me decís que soy machista y es una forma lingüística de hacerte ver que no es así. Bueno, chau.
— ¿Bueno Chau? ¿Bueno chau? ¡Basta! ¡Te lo digo en serio! ¡Es ella o yo!
—Está bien, dame un segundo. Ya está: ella.
—Hijo de puta, me destrozás; yo te amo.
—Lo sé. Y lo lamento, pero nada puedo hacer, es una decisión dolorosa pero no puedo hacer otra cosa.
—Está bien, pudo darme cuenta cuando ya no tengo posibilidades de que me elijas. Me duele en el alma, pero voy a ser digna. Que tengas suerte al lado de ella y que puedas ser feliz. Por todo lo que hemos pasado juntos, te lo deseo de corazón.
—Gracias, me conmueven tus palabras, me llegan muy hondo y te lo agradezco con todo mi corazón; sos una mina tremenda, lástima que lo nuestro no haya funcionado. así me gusta: nada de histerismos al pedo; es raro encontrar a una mujer que no lo sea.
—Chau. Ahora si chau. Trataré de olvidarte aunque sé que me va a costar muchísimo.
—Vas a poder.
—Sí. Adiós, adiós para siempre.
—Bueno, para siempre, para siempre es mucho. Vos viste como es esta loca, por ahí se le chifla el moño y tengo que patearla; vos, por si acaso no cambies el número del celu; si uno de estos días me quedo solo te llamo y arreglamos algo.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Pasajera- Miguel Dorelo



Pasajera- Miguel Dorelo

El no recuerda en qué lugar subió exactamente ella, solo sabe que lo hizo en algún momento en que con los ojos semi cerrados intentaba dormir un poco. Mira por la ventanilla  y tarda un minuto o algo así hasta que reconoce el lugar de la ruta 8 por la que en ese momento el Chevalier transita; acababan de dejar atrás Capitán Sarmiento y piensa en que todavía faltan  más de dos horas para llegar a Retiro. Supone que debe haber subido allí, en esa pequeña ciudad de la provincia a la que siempre tiene presente gracias al recuerdo de una antigua novia oriunda del lugar. El ómnibus, extrañamente, no viaja  con pasaje completo, quizá por ser mitad de semana y un horario en el que, como suele decirse, es demasiado temprano para algunas cosas y demasiado tarde para otras. El porqué del haber decidido ella sentarse a su lado en el asiento que da al pasillo que hasta ese momento era tierra de nadie escapa a su comprensión inmediata: más allá hay dos lugares también desocupados, o mejor dicho, a medio ocupar. En uno de los asientos viaja una mujer no muy joven y algo obesa; en el otro, tres butacas más hacia el fondo del vehículo un hombre de mediana edad. Diez, doce o quince kilómetros más adelante comienza a observar de reojo a la mujer que ha decido por voluntad propia viajar como su acompañante; ellas suelen tener  el poder de la decisión y esta vez no ha sido la excepción. Ella es joven, aunque no demasiado, unos treinta y cinco años, quizá treinta y siete, pero bien podría ya estar en los cuarenta o cuarenta y dos; es del tipo en que la edad potencia el encanto no exento de belleza que en algunas mujeres jamás se pierde. Su perfume ya se ha apoderado del espacio que ocasionalmente ocupan, un aroma a lavanda que apenas reconoce como tal; no es, de ninguna manera, un especialista en cuestiones cosméticas. Decide, caprichosamente, que es el aroma ideal para ella. Sus cabellos son largos, de sus ojos no puede decir nada aún porque no ha podido verlos. Aún, aún, piensa planificando los pasos a seguir. Aunque lógicamente sentada, es evidente que es más alta que él, no es necesario medidas excepcionales para que lo sea, aunque eso no le preocupa demasiado: casi todas sus parejas han sido de mayor altura que la suya. Asombrado, reflexiona sobre esta línea de pensamiento que de repente lo ha invadido: no existen motivos, ni siquiera se han hablado, para darle de repente el status de una posible relación amorosa al fortuito encuentro. Es verdad que siempre fue muy enamoradizo, pero esta vez esa característica está siendo exagerada, debe reconocerlo. Seguramente se deba en parte al especial momento por el que está transitando, una nueva desilusión amorosa que lo ha dejado con un dejo inusual de tristeza, yendo a contramano de su habitual comportamiento de optimismo a ultranza rayano en la tontería. Por un instante su mente abandona el presente y a la pasajera; los recuerdos más inverosímiles acuden a su cabeza, entran sin golpear la puerta y se apoderan del momento. Recuerda tardes grises, mañanas luminosas, noches sin color y rostros y sonrisas y miradas. Luego, un par de kilómetros después, se retiran al unísono y es como si nunca lo hubiesen visitado pero sí.
De vuelta toda su atención se concentra en la mujer que viaja a su lado; ella tiene puestos unos jeans de esos gastados artificialmente y aunque no podría asegurarlo, sus piernas parecen ser largas y no demasiado delgadas. Un buzo liviano de color beige y un cuello color blanco, quizá una blusa, a lo mejor una camisa, asomando por debajo de su mentón.
Debería levantarse ya, pedirle permiso, comentarle que irá a buscarse un café a la máquina que se encuentra en el pasillo a pocos metros y ofrecerse para traerle uno; es una buena excusa para iniciar un diálogo y la amabilidad siempre es bien recibida por la gran mayoría de las personas. De paso la obligará a girarse y podrá al fin ver el color de sus ojos y, lo que es más importante, la intensidad de su mirada. La mirada de una mujer, aún la ocasional, si se sabe interpretarla, es la vía de conocimiento más exacta para saber donde uno está parado con respecto a ella. Eso hará. O esperará un poco más a ver qué pasa; a lo mejor ella le pregunte si no sabe por dónde vamos, si falta mucho  para tal o cual lado y entonces él le dirá que unos cuarenta minutos siempre y cuando el tráfico se mantenga fluido o no pinchemos una rueda y ella sonreirá y el contacto estará establecido. Dirán sus nombres, sus destinos, a lo mejor los motivos de ese viaje y la frecuencia  y más tarde la conversación irá de apoco tomando visos personales, intercambiaran números y promesas de futuros contactos. Y él se dará cuenta que ella es lo que siempre estuvo esperando y ella que este hasta hace nada un desconocido ha reactivado cosas que ya creía totalmente desconectadas.
Piensa, planifica estrategias, especula situaciones, traza coordenadas, visualiza horizontes acompañado por la pasajera.
Debe hacerlo ya. Pero, no puede; una vez más, no puede, no se anima, el miedo al fracaso es muy potente; o mejor dicho, el terror a  las consecuencias del fracaso. No se puede perder lo que no se tuvo nunca, piensa. Pero no es suficiente para decidirse. Esperará un poco más, pero solo diez kilómetros, quizás quince, pero no más allá.
Un fugaz vistazo por la ventanilla le informa  a través de un mojón que el ómnibus acaba de dejar atrás el kilómetro 126; siempre hace eso, mirar de vez en cuando los mojones indicadores del costado de la ruta, “como una señal inequívoca de la ansiedad del arribo”, según le ha dicho un psicólogo amigo en charlas no profesionales y sin honorarios de por medio. El 100 es un buen número para comenzar, se dice posponiendo auto promesas recién hechas, alargando en algunos cientos de metros el instante pavoroso de las primeras palabras que deberá imperiosamente dirigirle.
Cavila, se embronca con él mismo, no puedo ser tan boludo; Permiso, voy a servirme un café, solo eso, el resto será más fácil. Y quién te dice, el comienzo de algo que dure lo suficiente, lo justo entre lo fugaz  y lo rutinario; los mejores amores son aquellos que duran hasta  lo que tienen que durar; aunque eso de que que me gustaría que estemos juntos hasta que seamos viejecitos no es tan mal plan.
Basta de mariconadas; lo hago ya, se decide al fin.
Ella se levanta, camina uno, dos, siete pasos hasta la estrecha escalera que comunica los dos niveles y desciende hasta la parte baja del vehículo. Por primera vez, tal vez la última, la ve parada; sus piernas en efecto son muy largas pero un poco más esbeltas que lo que había imaginado. Por primera vez, tal vez la última, escucha su voz preguntándole al chofer si falta mucho para Puente Saavedra. No hace nada ¿Para qué? ¿Con qué excusa?
Media hora más tarde baja en Retiro, su destino. Bullicio y llovizna fina un poco más allá lo esperan en el andén; solo ellos.

Vendrán nuevos viajes con idéntico recorrido. Él ha dejado la costumbre de dormitar mientras el ómnibus deja atrás mojones y ciudades. Quiere estar bien despierto cuando pase, puntualmente, por aquellos dos lugares. Algún día ella subirá y ese día lo primero que hará es averiguar de qué color son sus ojos.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Pacto- Miguel Dorelo



Pacto- Miguel Dorelo

 Puntual como siempre ella me espera. Solo dos veces al año, tal como pactamos.
Ambos sabemos cómo terminará la reunión; todo sigue igual, yo lo sé y ella, no hay forma de ocultárselo, lo sabe.
—Vendré por ti y serás mío de forma definitiva cuando logres enamorarla.
Cada seis meses ella pasa, con su esquelética figura y su afilada guadaña...Y una vez más deberá marcharse con las manos vacías.