Encuentro casi casual- Miguel Dorelo
No
lo planificaron. Al menos no conscientemente. O quizá sí. A lo mejor uno de
ellos, ella o él forzó el encuentro. De todas maneras, algún día se cruzarían;
intereses en común harían que, a pesar de la gran urbe y sus millones de
habitantes, coincidieran en alguna de esas reuniones de las que eran y son habitué.
Y
esa noche de viernes fue la elegida o no. Música y lectura de textos en la
presentación de un libro de cuentos en el que participaban como autores varios
amigos en común.
Ella
llega acompañada exactamente a las 20.30 hs. Él a las 20.45 junto a su pareja. En
esos primeros instantes de coincidencia espacio temporal no se ven o no quieren
verse; la luz tenue, el humo de los cigarrillos y la buena concurrencia de
personas al evento colaboran con el camuflaje.
Él
nota su presencia un rato largo después de que se dé por comenzado el evento en
sí, al reconocer su risa luego de la lectura de un pasaje especialmente
gracioso de uno de los relatos que en ese momento tomaba vida a través de la
voz de uno de los escritores devenido en
orador para la ocasión; este concitaba la atención desde una especie de
escenario que se había armado al lado de la barra del lugar. Sentada a la mesa,
varios lugares hacia su izquierda, acompañada de un hombre al que no reconocía,
reía casi hasta las lágrimas como solía hacerlo cuando ese hombre sentado a su
lado era él. Siente algo, aunque no sabe bien qué y se limita a observarla un
largo minuto; ella viste una blusa color lila que cree no conocer y un saquito
de hilo color beige que si recuerda muy bien; simplemente está tan linda como
siempre.
Ella
lo ve un rato después, luego de su habitual giro de cabeza, ese que suele hacer
en todos los sitios a los que concurre con su inocultable intención de marcar
territorio que la caracteriza; encontrar a gente conocida entre los
concurrentes a cualquier evento le proporciona una agradable sensación de
pertenencia. Tiene el pelo más largo es
lo primero que piensa al verlo. No sabe
por qué, pero aparta rápidamente su mirada con un gesto brusco y piensa
en irse del lugar; pero no le sería fácil dar con una excusa válida y
seguramente le generaría un estado de ánimo que difícilmente pudiese justificar
y arruinar esa noche no entra en sus planes inmediatos.
Por lo menos no se eligió a un pendejo para
reemplazarme, cavila injustificada y rencorosamente él mientras vuelve a
fijar su mirada en dirección a la fatídica mesa y más puntualmente al hombre
que junto a ella observa atentamente lo que en ese momento acontece. Parece algo mayor que ella, aunque no demasiado. No
le cae bien.
Unos
instantes después, ella no puede o no sabe evitar hacer lo mismo; mira
disimuladamente hacia donde está él y su acompañante femenina; no es fea, pero tampoco linda piensa y
por un instante se pregunta qué cosa habría sido lo que habrá hecho que él no
cumpliese con aquello de que “creo que por un largo tiempo preferiré estar solo”,
esa especie de promesa informal que le hizo cuando decidieron que ya no podían
seguir juntos.
La
noche sigue su deambular de palabras ajenas escuchadas ya sin comprender, de
pequeños sorbos a bebidas que pierden sus sabores, de gestos maquinales y caricias
obligadas a ser salvavidas improvisados.
Y
al fin sucede lo más temido, la coincidencia indeseada, el instante exacto en
que ambos dirigen su atención al mismo tiempo y sus miradas se cruzan poniendo
en evidencia sus respectivas cobardías reflejadas en el desvío instantáneo de
la atención hacia el objeto añorado.
El
resto de la velada transcurre de forma extraña, los segundos semejando siglos,
los minutos haciendo caso omiso de lo establecido, los susurros de las personas
emulando bandas de sonidos de alguna película de esas que ya casi no se ven,
esas sin más efectos especiales que la propia historia metiéndose hasta los
huesos, obligando al espectador a identificarse con él o ella, los
protagonistas de ese amor siempre a prueba, a desear que al final y a pesar de
todo se vayan juntos a comenzar una nueva vida.
Pero
esta no es una película, ellos no son actores, ni las personas alrededor son parte del decorado. Y sobre todo están ese
otro él y esa otra ella.
El
evento como tal se termina en lo formal, es tiempo de saludos y presentaciones
entre los concurrentes, de felicitaciones a los protagonistas, el intentar
entablar nuevas y amorosas relaciones entre aquellos que han ido solos y con
esas motivaciones; algunos se levantan de sus sillas, otros piden un café final
o una nueva y no necesariamente última ronda de cerveza. El bullicio es ahora
casi ensordecedor y hay que esforzarse
para escuchar al otro. Para algunos la velada recién comienza, para otros se
termina.
Lo
ideal raramente sucede; lo adecuado y hasta lo prudente hubiese sido el ignorar
presencias o al menos intentarlo, pero no hay forma de evitar ese minuto en el
que se encuentran frente a frente y momentáneamente a solas. Quizá ella quiso
circular entre la gente, a lo mejor él fue hasta la barra a buscarle algo a su
pareja, no importa demasiado la forma del encuentro, sino más bien minimizar lo
más posible las consecuencias. Hola como andás
te ves muy bien lo estoy lo mismo digo
me alegro mucho por vos. Stop. Ni una palabra de más de la que luego arrepentirse.
Ella
se retira del lugar a las 0.47 a.m. Él exactamente 28 minutos después. Ambos,
tal como habían llegado, acompañados.
La
madrugada sorprenderá a ella y él junto a sus respectivos él y ella. Habrá sexo
o excusas para que no, no importa demasiado.
Y
durante toda la semana ella se sobresaltará cada vez que su celular le avise
que tiene un mensaje.
Y
él borrará cien veces un “necesito verte” sin atreverse a enviarlo.