sábado, 31 de diciembre de 2011

El amor es pura casualidad- Miguel Dorelo


El amor es pura casualidad- Miguel Dorelo

El amor es pura casualidad; casualmente nos conocemos, nos caemos bien o no, conversamos o solo intercambiamos un saludo, volvemos a vernos en otra oportunidad o en varias o jamás volvemos a cruzarnos. Los factores determinantes de nuestras conductas son prácticamente infinitos y dependen no solo de nosotros mismos sino también del otro.
Puro azar. Nada mágico ni nada de aquello de que estábamos predestinados a ser el uno para el otro. Cualquiera de los dos podría haberse retrasado unos minutos en sus actividades del día ese en que se vieron por primera vez y el encuentro no hubiese acontecido. O habría sucedido en otro momento y otras circunstancias y todo habría sido distinto. Una mera cuestión estadística  emparentada con la probabilidad.

Pero, y por suerte, todo estos razonamientos van a parar a la mierda cuando ella y él cruzan sus miradas y ambos sienten que no podrán ya vivir sin el otro.

Elaborado para La Cuentoteca

sábado, 10 de diciembre de 2011

Andén- Miguel Dorelo


Andén- Miguel Dorelo

A lo mejor habían decretado uno de esos paros sorpresivos que de tan seguidos ya no sorprendían a nadie; salvo a mí, claro, pensó no sin razón. Últimamente su pobre cerebro funcionaba a poco menos de la mitad de su capacidad debida principalmente a un agotamiento físico y mental que amenazaba con hacerse cada vez más y más pesado. Sabía que debía parar con el enloquecedor ritmo de vida que lo arrastraba hacia quién sabe dónde; lo sabía, pero le era completamente imposible hacer algo al respecto.
Ni un alma. El andén estaba absolutamente vacio. ¿Sería la hermosa muchacha con la que se había cruzado en las escaleras una probable pasajera que cansada de esperar la llegada del tren subterráneo había decidido marcharse de la estación? Por cierto, la había mirado más de lo que las buenas costumbres aconsejaban; no solía hacerlo, pero ella era realmente muy bella y se le hizo imposible apartar la mirada al enfrentarse casi cara a cara, cuando se cruzaron él en su bajada y ella en su ascenso. Extrañamente, le había sonreído, algo que no solía sucederle muy a menudo. Él no era lo que se dice un hombre guapo, con su pelo ya canoso que denotaba su madurez poco acorde con la juventud de ella. Y su aroma. Su aroma; por algún motivo estaba seguro que ese era su aroma, no el de algún buen perfume de esos caros que mujeres lindas como ella solían ponerse, ese aroma salía de ella, de muy dentro, de más allá de su piel. Olía a violetas, pero no; a chocolate amargo, pero no. Y tampoco, pero algo, a sal y especias. Y  a otra cosa más que no logró identificar pero que le daba al conjunto el equilibrio exacto para hacerlo inolvidable. Un aroma acorde a la belleza física de la muchacha. La siguió con la mirada hasta que desapareció al final de la escalera, impunemente y a su antojo  ahora que ella le había dado la espalda. Luego, lentamente bajó los últimos escalones.

Por un segundo se olvidó de ella y de su aroma, o casi; debía decidir qué hacer, quedarse a esperar aunque más no fuera unos minutos, darle una oportunidad a las circunstancias para que se adecuaran a la rutina de los vagones arribando o emprender el camino hacia las escaleras y abandonar el lugar para buscar la forma de  regresar a su casa.
Diez minutos que parecieron veinte o más; el tiempo nunca es el mismo, se prolonga indefinidamente  o se acorta sin que podamos hacer nada para impedirlo, los relojes nos engañan una y otra vez para que podamos conservar cierta cordura necesaria al mirar sus manecillas y creer que apenas se han movido o por el contrario, han avanzado más allá de lo que creímos posible. El andén sigue vacío y en silencio, al acecho sin motivos aparentes, ominoso en su aparente calma. No saber suele ser el comienzo de alguna clase de temor.
Que idiota, pensó. Lo único que me faltaba es asustarme por un andén vacio.
Razonar no basta por sí solo para espantar fantasmas, mejor volver sobre sus pasos, encarar las escaleras y salir a la avenida con su mar de gente, su tránsito desquiciado y su seguridad caótica.
Un sonido inconfundible hizo que desistiera de su intento: al final el maldito tren estaba arribando y un gran alivio se apoderó de su mente y su cuerpo; cuantas especulaciones estúpidas puede engendrar el cerebro humano estimulado por un par de acontecimientos circunstanciales en las condiciones adecuadas; todo este último tiempo de vivir a mil por hora, recurriendo a transitorias soluciones químicas para poder seguir inserto en una normalidad forzada, engañosamente sostenida por falsas prioridades por completo innecesarias.



Apenas ascendido, la puerta se cerró automáticamente a sus espaldas y el convoy comenzó a moverse. Solo unos pocos pasajeros. Y ese aroma a violetas, chocolate amargo, sal, especias y a esa otra cosa que ahora, al fin, pudo reconocer.

Elaborado para La Cuentoteca