miércoles, 29 de junio de 2011

Hacer lo correcto- Miguel Dorelo

                                                                Dos Parejas- Xul Solar

Hacer lo correcto- Miguel Dorelo

Ana y Sebastián son pareja desde hace tres años, siete meses y cuatro días; claro que semejante precisión solo es conocida por Ana, ellas siempre gustan de estas cosas de fechas precisas, de cumpleaños y recordatorios de toda laya. Sebastián en cambio sabe que hace ya un buen tiempo, hace como tres años más o menos, Ana es su compañera de andar por la vida.
Un poco parecido a lo de Joaquín con Paula, con casi dos años de noviazgo, días más, días menos.
A lo mejor el destino, o quizá el tener inquietudes parecidas, hizo que los cuatro se conocieran una noche en aquella presentación del libro de un amigo en común y que rápidamente congeniaran.
Empezaron por salir los cuatro a casi todos lados, por lo general reuniones a casa de conocidos, alguna obra de teatro o esos recitales en pequeños lugares que tanto disfrutaban.
Los días pasaron, al igual que los meses; la amistad surgida en las dos parejas se fue acrecentando y afianzando de tal manera que realizaban casi toda actividad juntos. Se llevaban realmente bien, se sentían a gusto, se extrañaban cuando pasaban algunos días sin encontrarse.

Puede haber sido aquella noche en casa de Joaquín cuando comenzó todo, en el preciso momento en que Paula, como buena anfitriona, fue hasta la cocina a buscar más vino y Sebastián se ofreció a ir con ella con un si vos no llegás hasta donde están las botellas, enana y el roce de sus manos cuando él le alcanzaba un par de las que ella le indicó fue igual a muchos otros que siempre habían tenido pero sin embargo…
Pasó una semana. Ese viernes Joaquín llamó a Sebastián para invitarlos a la inauguración de una nueva galería de arte en San Telmo. Sebastián trató de negarse pero sus excusas fueron demasiado débiles y comprendiendo que no sabría que decirle a Ana cuando se enterara decidió finalmente decir que si, que irían.
Esta vez fue una mirada de esas directas a los ojos, inequívocas, de las que no hace falta comentar más nada, esas que todo lo dicen y que no hay forma de olvidarlas luego, ahí, delante de ese cuadro en que ambos coincidieron en que era el más lindo en su sencillez y en el que el artista había logrado captar toda esa esencia otoñal en los tonos ocres y marrones de aquél grupo de hojas de árbol amontonadas junto al cordón de la vereda.
Esa noche, luego de salir del la galería, adujo un fuerte dolor de cabeza como excusa para no ir de tragos y luego de dejar a Ana en la puerta de su casa huyó a su departamento. Solo, sentado en su sillón del living, encendió un cigarrillo y no pudo evitar recordar los ojos, la mirada de Paula. Se durmió muy tarde sintiendo un enojo que no pudo apaciguar.
Paula esa noche lloró; despacio, con lágrimas que con seguridad le salían de sus lagrimales pero también desde algún otro lugar de su cuerpo que ignoraba, aunque intuía muy profundo. Nunca antes había llorado de esa manera. Pensó en Joaquín, pensó en Sebastián y también pensó en Ana.
Lo que deba ser, será. Y lo que debe ser, es. Un miércoles de Septiembre, podría haber sido un viernes de Octubre o cualquier otro día de la semana de cualquier mes, pero fue un miércoles y de Septiembre el que eligió Sebastián para salir a caminar sin destino fijo, aunque en realidad esto no es cierto, no le podemos achacar a la casualidad que sus pasos lo llevaran inexorablemente al barrio primero, a la calle luego y finalmente a la casa de Paula justo a esa hora de la tarde en que bien sabía que estaría sola, que Joaquín todos los miércoles tomaba clases de teatro y era uno de los pocos días en que no se veía con su amada novia.
Se besaron apenas Paula abrió la puerta, sin decirse nada. Ya en el living, no pudieron controlar sus manos ni soportar sus ropas.
No quedó muy claro si fue ella o él, quizá ambos a la vez, pero se escuchó un no podemos hacerles esto.
Y Sebastián se aguantó las ganas de besarle hasta el último rincón y Paula hizo el esfuerzo necesario para no comérselo a besos. Después, hablaron; de que seguramente estaban confundidos, de que el salir siempre juntos, de las coincidencias entre ellos, y de Ana y de Joaquín, que no se merecen esto  y ya entre risas un me parece que es solo calentura.
Ambos decidieron, finalmente, hacer lo correcto.

—Un año, hoy cumplimos un año, hermosa— Dijo Joaquín.
— ¡Parece mentira, un año ya, es cierto! —Respondió Ana mientras terminaba de vestirse.
—Hasta el miércoles que viene —dijeron ambos.

Elaborado para La Cuentoteca

viernes, 17 de junio de 2011

Gato esperando- Miguel Dorelo


 Gato esperando- Miguel Dorelo

Sentado en el borde del tejado, el gato espera.
Especular sobre sus intenciones es en vano y completamente inútil; sé perfectamente que es lo que busca, es un gato, está en su naturaleza felina y aunque quisiera, que no lo quiere, nada podría hacer por evitarlo.
De no saber lo que sé, hasta se podría suponer que solo toma un baño de sol. Pero no lo hace, lo sé aunque él ni siquiera sospeche de mi seguridad con respecto a sus intenciones. Y espera. Con paciencia de gato, agazapado, espera.
Podría usar lo que sé sobre la naturaleza de su raza en provecho propio, pero no lo haré.
No lo haré, simplemente porque no quiero hacerlo.
O porque estoy cansado un poco de todo; o vaya  a saber por qué alguna otra extraña cosa que no tengo ganas ni tiempo de describir.

Debo reconocer mi admiración por su paciencia; el sol desentendido de nosotros dos y lo que nos rodea  ya casi ni se preocupa por iluminar la escena y él sigue firme, sin mover un músculo, esperando el momento justo.

Ya no tiene caso posponer indefinidamente la cuestión: me acerco de a poco hasta su posición, tratando de jugar un poco con él y su ansiedad.
Atacará creyendo ser el perfecto cazador, clavará sus garras, sus dientes rasgarán mi carne sin que en ningún momento intente utilizar mis alas para escapar.

Jamás sospechará su papel de liberador verdugo, instrumento utilizado en mi afán de ya no querer ser.

Elaborado para La Cuentoteca

lunes, 13 de junio de 2011

Ella, yo y su cuarto- Miguel Dorelo


Ella, yo y su cuarto- Miguel Dorelo

El amor lo es todo.
Amar a una mujer y que ella te corresponda es algo difícil de superar.
Bajo estas condiciones todo está bien, la felicidad puede  resultar casi infinita.
O por lo menos debería ser así.
Lástima que a veces no todo es tan ideal como aparenta serlo.

La primera vez que la vi supe que Ella tenía ese algo que sin saber andaba buscando en todas las anteriores; no crean que era una especie de escultural belleza ni nada por el estilo, no; sin ir más lejos, no tenía ni por asomo el culo de Sandrita y ni que hablar del par de tetas de Carolina. Sus ojos eran de un marrón de lo más común, nada que ver con el azul intenso, casi violeta de los ojos de María y su boca, aunque un poco grande como a mi me gustan, tampoco alcanzaba a transmitir la voluptuosidad de los carnosos y enormes labios de Marcela.
Pero, ninguna de ellas, ni aún juntándolas en una sola, se aproximaba siquiera a un pobre remedo de su personalidad.
La actitud. Supongo que era eso la que hacía que mis ojos la vieran de una forma como jamás antes habían ni siquiera vislumbrado a una mujer.
Ella fue la responsable de cambiar mi casi ancestral creencia de que el amor a primera vista era un cliché de pseudo poetas cursis o señoras grandes adictas a telenovelas colombianas de media tarde con maridos poco cumplidores.

Todo sucedió muy rápido, ahora me doy cuenta del error que esto supuso. El amor ciega; o por lo menos nos nubla la visión y el entendimiento. Nos comimos la fruta sin esperar a que madurara y así nos fue.
Ojo, no supongan que Ella es lo que en ese denigrante léxico machista se denomina una “chica fácil”, nada de eso; si a las pocas horas de conocernos Ella me invitó a conocer su casa y más precisamente su cuarto es porque ambos sentíamos que en realidad ese corto lapso de tiempo era el suficiente como para concretar lo que ya en nuestras mentes y corazones era ineludible.
El comienzo del fin. Jamás debí haber puesto ni siquiera un pié en esa habitación. Aún hoy, cuando recuerdo lo que allí vi, me estremezco y termino derramando alguna lágrima por todo aquello que pudo haber sido y que quedó en la nada.
Recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquella infausta noche que paradójicamente comenzó como si de un sueño se tratase.
Comenzamos a besarnos apenas traspusimos la puerta de entrada de su casa. Su boca y mi boca fueron una sola cosa pero mejor. No digo que tenía una piel tersa, ni sedosa, su piel era solo piel, pero era justo la adecuada a ese instante y ese lugar.
Nos desvestimos apresuradamente, aún guardo el jean que llevaba esa noche con el cierre roto en la ocasión como recuerdo, ella dejó deslizar su vestido hasta el piso y tuvo mi entusiasta colaboración al despojarla de su hermosísima tanga negra. Estaba depilada hasta el punto exacto aconsejable.
A la tenue luz que se filtraba por la persiana semi cerrada comenzamos a coger (quizás aquí debería haber puesto algún otro término más sutil y romántico, pero estoy en un día de extrema sinceridad). Todo marchaba muy bien, pero justo en el instante que ella me dio vuelta y se ubicó encima, la luz de los faros de un automóvil que pasaba por la calle dio de lleno en la pared, justo donde en esos momentos mis desorbitados ojos se posaban.
Fue tal el horror, o mejor dicho el desencanto, que solo pude salvar la situación y conservar mi erección gracias a que vinieron en mi ayuda todos estos últimos años de militancia en el sexo tántrico. No sin esfuerzo pude concluir medianamente con mi faena fingiendo un orgasmo lo mejor posible, pero sé que Ella no se lo creyó.

Temprano en la mañana puse una excusa que ya ni recuerdo y apenas tuve la oportunidad me marché.
Jamás la he vuelto a ver, ni la he llamado. No creo que alguna vez haga algo para acercarme a ella, uno se da cuenta que hay cosas contra las que no hay maneras de luchar. Eso en su pared siempre sería un escollo insalvable por más amor que le tuviera.
La amé como nunca antes amé, pero solo con el amor no alcanza; un hombre no puede ni debe dejar de lado sus convicciones más íntimas ni siquiera en nombre del más sublime de los sentimientos.
Ahora me doy cuenta que deberíamos habernos conocido más antes de intimar y así hubiésemos evitado ese tan desgraciado suceso que terminó por estropearlo todo.

Ella era casi perfecta; de no ser por ese maldito poster de Ricardo Arjona en su cuarto, quizás hoy sería la madre de mis hijos.

Elaborado para La Cuentoeca

miércoles, 8 de junio de 2011

El día después de mañana- Miguel Dorelo


El día después de mañana- Miguel Dorelo

Carlos la encandiló con su charla al principio, la sedujo con sus lindos ojos luego y terminó de conquistarla esa primera noche en su casa y en su cama. Idílica relación sin fisuras, anillo al dedo, complemento perfecto de sus sueños más soñados, el hombre esperado y esperable. Amanda supo en esos días que no se podía ser más feliz.
Disfrutaba todas y cada unas de sus salidas, él sabía complacer a una dama, le abría y cerraba la puerta del coche, arrimaba su silla en el restaurant, jamás se olvidaba de preguntarle como andaba apenas se encontraban.
Y finalizar cada velada en el departamento de él o la casa de ella, un buen vino, alguna película consensuada y después, siempre, absolutamente siempre, un derroche de caricias sin guardarse nada para más tarde.
Horas deliciosas, días de ensoñación, meses de felicidades inauditas.
Y, claro, el desgaste que trae aparejada la rutina, aún la más deliciosa.
No siempre es así, por supuesto, hay amores que perduran y se consolidan aún atenuados por el paso del tiempo y la pasión se convierte poco a poco en ternura, que no es igual pero que alcanza. Pero, para que esto suceda hacen falta dos voluntades parejas y lamentablemente este no es el caso; Amanda amaba a Carlos las veinticuatro horas del día, en cambio Carlos…
Y un día, simplemente, él le dijo esto ya no va, hasta aquí llegamos, es lo mejor para ambos.
Verdad o mentira a medias, escudada en el patético egoísmo del que dejó de amar: era lo mejor para él y el fin del mundo para ella.

Al principio intentó reconquistarlo en vano, pero poco tiempo después él volvió a estar en pareja con una chica bastante más joven que ella. Lloró mucho y luego volvió a llorar. Después, ya no tuvo más lágrimas y fue peor, buscó alegrías que resultaron falsas en cuerpos ocasionales una y otra vez, pero ya no pudo volver a derramar lágrima alguna.
Se fue vaciando de a poco, casi sin darse cuenta; sin proponérselo se fue convirtiendo en una cáscara vacía, hueca y seca. Justo ella, tan fruto jugoso y fragante hasta hacía casi nada.
Ya no era una pendeja, es cierto, pero tampoco tan mayor como para alcanzar semejante deterioro. Hacía ya casi dos años que odiaba los espejos: al grande de su habitación lo tapó con aquella manta que ya no usaba.
Y todo por culpa de ese reverendísimo hijo de puta, se dijo por centésima vez sabiendo que se estaba mintiendo, que mucho de la culpa probablemente fuese suya, aún sin quererlo, sospechando sobre su nula capacidad de retención  de lo amado.
Amar así siempre trae consecuencias, la puta madre: ¿Por qué mierda no lo pensé antes?

Después, mucho después, demasiado después, comenzó de a poco a resignarse, adoptó el mejor sola que mal acompañada y trató de llenar sus días con actividades de todo tipo que solamente la ayudaban a acortarlos.

Nunca supo bien por qué, tal vez un poema leído en sus cada vez más largas noches, o la estrofa de una canción escuchada en el estéreo de su auto camino hacia su trabajo, pero un buen día, uno de esos que deberían ser obligatorios, se acostó tranquila y esa gloriosa mañana se levantó distinta, se metió en el baño, llenó la bañera, usó por  fin esas sales que en lejanos y mejores tiempos había comprado. Sumergida en el agua tibia, remembranza de vientres y mejores tiempos  gritó  bien fuerte ¡No me merecías, desgraciado! y volvió a nacer.

Elaborado para La Cuentoteca