lunes, 18 de febrero de 2013

En la niebla- Miguel Dorelo



En la niebla- Miguel Dorelo

Me gusta salir a pasear cuando hay niebla.
El lugar en donde vivo se presta idealmente para la formación de ese tipo de niebla espesa que solemos ver en las películas de terror o de misterio. El mar cercano, mi casa en lo alto de la escarpada colina a las afueras de la ciudad, la humedad ambiente habitualmente en la saturación absoluta sumados a otros procesos que quedan fuera de mi comprensión configuran las condiciones para que noche tras noche se forme un espeso manto que limita los alcances de la vista humana a muy pocos metros.
Vivo solo. Esto es una gran ventaja, puedo caminar entre la niebla sin preocuparme por el horario, sabiendo que nadie esperará ni ansiará mi regreso al hogar.
Disfruto, sobre todo, esa sensación de contención que me da la niebla; ella me abraza y me protege, envolviéndome muy suavemente, acariciándome con manos de mil dedos, manos de mujer, porque la niebla es inequívocamente femenina, estoy seguro.
La niebla es dulce. Ella se mete en mis pulmones dejando a su paso un sabor y un olor como ningún otro.
Me gusta jugar con la niebla. No jugar en la niebla, sino jugar con ella. Como se juega con una mujer amada. Juegos de seducción, juegos de dos sin lugar para nadie más. A veces, juegos peligrosos, esos  que me hacen sentir vivo. Ella se espesa hasta hacerse una muralla impenetrable, acorta mi visión a apenas unos centímetros y es ahí cuando empieza lo mejor del juego. Camino muy despacio en dirección al mar situado un par de cientos de metros más abajo, calculo la ubicación del borde del acantilado sin vallas contenedoras, recuerdo las formas agudas de las rocas, potenciales dagas desgarradoras de mi cuerpo. Me gusta pensar que cuando me acerco demasiado al abismo ella se asusta y es por eso que por lo general se disipa un poco y deja que vea el lugar donde mis pies están pisando. Estoy seguro que me ama tanto como yo a ella.
No siempre es todo tan intenso. Hay noches en que paseamos mansamente, a prudencial distancia del desastre. Ella solo me abraza y yo solo dejo que lo haga.
En ocasiones, no demasiadas, he tenido la sensación de que nos observan. No sé ni quienes ni con qué motivos. Pero, la mayoría de las veces recuerdo que esto es imposible, como ya he dicho, vivo solo. Solo en la colina, en la ciudad y en el mundo.
Han pasado más de dos años desde que la soledad me eligió. No entiendo ni las causas ni conozco las circunstancias, solo estoy seguro de que la humanidad se ha extinguido y solo quedo yo sobre la faz de la tierra.

No haré otra cosa que sobrevivir para seguir paseando entre la niebla, nunca tuve una especial condición heroica y además no sabría qué otra cosa  hacer más que encontrarme con ella y gozar de su compañía noche a noche.

jueves, 7 de febrero de 2013

La máquina del tiempo- Miguel Dorelo



La máquina del tiempo- Miguel Dorelo

La oficina no era demasiado amplia ni tenía un estilo definido. Lo más destacado de la decoración pasaba por una gran holografía de H.G. Wells ubicada en un rincón y que en ese momento evidenciaba no ser de la mejor calidad, ya que la imagen del famoso escritor británico sufría una especie de espasmos que hacían dificultosa la correcta contemplación de su figura. Sobre el escritorio de metal pulido, una verdadera reliquia en forma de antigua fotografía mostraba a un hombre de pelo blanco y ojos desorbitados, al que el visitante no supo reconocer. Detrás de él, en la misma fotografía, podía observarse un antiguo medio de transporte, uno de esos ruidosos automóviles que tantas veces había visto en documentales del canal histórico.
Al ser invitado, tomó asiento y, luego de una pausa teatral, el pequeño hombrecito que oficiaba de dueño de la oficina respondió a la inquietud que lo había llevado hasta esa ignota localidad del sur californiano.
—En efecto, está a la venta, pero bajo estrictas condiciones y solo en un número limitado.
—Me cuesta creerlo. ¿De verdad ha inventado usted una máquina del tiempo?
—Así es.
—¿Y funciona realmente?
—Por supuesto. Tiene mi palabra de honor. Y no solo eso, en caso de ponernos de acuerdo firmaremos un contrato con todas las garantías de la ley. Además, no podría mentirle con el ilustrísimo doctor Emmett Brown observándome desde ese retrato.
—Si usted lo dice… ¿Y solo me saldría quince mil créditos universales? Menos de lo que cuesta una aeronave de gama media estándar.
—Podría haberla construido de forma que costase aún menos, pero traté de que no quedase detalle, por más mínimo que fuese, sin ser planificado en función de la seguridad y el terminado final. Además, la idea es limitar la cantidad para no generar un consumo masivo que podría llegar a ser contraproducente. Como inventor de este prodigio me reservo el derecho de hacer una estricta selección de todo futuro adquirente.
—Me lo aclaró su secretaria. Hermosa mujer, por cierto.
—Y una amante excepcional. Pero vayamos a lo nuestro: en caso de decidirse, tiene que estar dispuesto a una serie de análisis y estudios personales, desde físicos hasta psicológicos.
—No hay problema, estoy dispuesto a hacerme con ese prodigio. Discúlpeme, pero mi ansiedad es demasiado fuerte y me gustaría hacerle algunas preguntas.
—Pregunte, para eso estoy. Es indispensable que usted quede completamente seguro del paso que dará al hacerse de esta máquina.
—¿Cómo funciona? No digo que me dé detalles técnicos o científicos que seguramente no comprenderé, más bien me refiero a lo práctico. ¿Se trata de una gran estructura, algo así como una habitación o una especie de cubículo hermético?
—Usted ha visto demasiadas películas clase B sobre el tema. No es así, más bien todo lo contrario, físicamente es un pequeño adminículo que usted llevará adosado a la muñeca de su brazo izquierdo. ¿Por qué no en el derecho?, se preguntará usted.
—¿Por qué no en el derecho, eh?
—Así me gusta. Ese fue un error de armado, lo admito: si lo sujetáramos al otro brazo se dificultaría la lectura de los comandos. Ya despedí al sujeto que me diseñó el prototipo.
—¡Qué bárbaro! Algo así como uno de esos antiquísimos relojes de pulsera, creo que así los llamaban.
—Algo así.
—¿Y con solo ese aparatito podré viajar en el tiempo todo lo que quiera?
—Bueno, en realidad, lo que hacemos no es “lo que queremos” sino más bien “lo que podemos”. Podrá viajar en el tiempo, eso es seguro, pero me gustaría aclararle algo al respecto.
—Y bueno, aclare.
—Debo ser lo más honesto posible.
—Y dele.
—Bueno, el viaje es, digamos, unidireccional.
—¿Unidireccional? No entiendo.
—Solo se puede viajar hacia adelante, hacia el futuro. Sería engorroso de explicar, pero el viaje hacia el pasado es completamente imposible; para decirlo de una forma sencilla, no se puede ir a un lugar que ya no existe, el pasado es eso, algo que pasó, que ya no está más. Como si uno quisiera volver a un antiguo amor y esta señora, hoy por hoy, ya tiene su vida resuelta al lado de otro, no se puede volver a ella. ¿Entiende?
—¡Qué macana! Me hubiese gustado viajar al antiguo Egipto para ver cómo construyeron las pirámides, si es verdad que hubo ingenieros extraterrestres involucrados y todo eso.
—Dejémonos de boludeces, que somos grandes. Discúlpeme, pero hasta un niño sabe que el secreto de la construcción de las pirámides pasa por la explotación de miles de esclavos cargando piedras todo el tiempo sin paga alguna y alimentándolos lo necesario para que no muriesen demasiados por día y no se atrasaran las obras. Y están hechas como el culo. ¿O se creyó todo eso de las medidas casi perfectas y la armonía de sus formas? No va a encontrar nada interesante en el pasado; para eso están las enciclopedias y créame que es suficiente. Lo que realmente vale la pena es el futuro.
—Me convenció. ¿Algo más que decirme o aclararme? Creo que estoy completamente decidido a adquirir su invento.
—Nada demasiado importante, en el contrato de venta estarán contemplados todos los posibles inconvenientes y tendrá vía libre para realizar cualquier reclamo.
—Listo. Lo hacemos.
—Bien, hable con mi secretaria y ella le dará las indicaciones para los próximos pasos. Creo que no habrá inconvenientes para la aprobación como adquirente de mi máquina, me ha dejado usted una buena impresión y mi intuición rara vez me ha fallado. Nos vemos en una semana.

—Hola, me llamó su secretaria diciéndome que pasara a verlo, que ya estaban en su poder todos mis datos y que la decisión ya había sido tomada. La ansiedad me está matando. Espero que tenga buenas noticias para mí.
—Despreocúpese, amigo. Como le había anticipado, suponía que no iba a haber problema alguno y así fue.
—¡No sabe lo feliz que me hace! Entonces, ¿la máquina ya es mía?
—Prácticamente sí; solo una serie de detalles finales y listo. ¿Le gustaría que fuese de un color en especial? En nuestro catálogo tenemos veintiséis tonos distintos.
—¡Me da lo mismo! …Aunque, espere. Amarillo, me gusta el amarillo. ¿Podría ser de ese color?
—No lo va a querer creer, justo ese es el que no tenemos. Nuestro departamento de estadística comprobó, sin ningún lugar a dudas, que ese es un color que trae mala suerte. “Mufa” le decimos internamente, un término de aquel siglo glorioso en que se sentaron las bases para este presente maravilloso. Le puedo ofrecer una en un tono naranja que está dentro de la escala cromática y seguramente será de su agrado.
—Está bien, en realidad me da lo mismo, solo quiero tenerla cuanto antes.
—El contrato ya está confeccionado, solo falta que lo firmemos y, por supuesto, que realice el depósito a mi cuenta en Calisto, esto de los paraísos fiscales galácticos es una gran ventaja y permite abaratar costos, siempre en beneficio del cliente, claro. Si todo va bien, esta misma tarde tendrá en su poder este prodigio. Ha sido un placer hacer tratos con usted. Como siempre, mi secretaria lo guiará en estos últimos pasos.

—¡Hijo de puta! ¡Mal parido! ¡Estafador! ¡Esa porquería que me vendió no funciona!
—Tranquilo, cálmese que le va a dar un infarto. Si yo le garanticé que la máquina funciona es porque funciona. ¿Qué le pasó?
—¡Nada! ¡O todo! ¡Que la quise usar y no anda! ¡Me cagó, me engañó, me envolvió con todo su palabrerío barato!
—Bueno, barato no. Tampoco caro, le cobré lo justo. Además, está completamente equivocado, estoy seguro de eso; jamás falló una de mis máquinas.
—¡No me diga! ¡Pues esta vez sí! ¡No funciona!
—¿Leyó el manual? ¿Hizo todo exactamente como allí se indica?
—¡Claro! Hasta un imbécil podría seguir esas instrucciones. ¡Usted es un cagador profesional!
—Tranquilo. ¿Cuándo la puso en marcha?
—Ayer mismo. Debo confesar que estaba muy ansioso y, apenas llegué a casa, leí las instrucciones, me puse su porquería en mi muñeca izquierda y la puse en marcha. Como verá, me vine con el aparato puesto. ¡Y hasta ahora no ha pasado absolutamente nada! ¡No funciona, carajo!
—Déjeme ver. No veo nada raro. ¿Para qué fecha la programó?
—Le confieso que cedí a la tentación a pesar de lo que me explicó y la primera vez lo quise hacer hacia el pasado, pero en el acto se encendió una luz de color rojo mientras una voz femenina, que creo haber identificado como la de su secretaria, repetía monocordemente: “Para atrás no, estúpido… Para atrás no, estúpido”. Me asusté un poco y la reprogramé para un año hacia el futuro, apreté el botón azul, como dice en el manual, y no pasó absolutamente nada de nada, ni en ese momento ni hasta ahora. ¡Me cagó, me estafó! ¡Le voy a iniciar una demanda y lo voy a hacer meter preso, desgraciado!
—Espere. Sáqueselo y démelo. No pasa nada, seguirá funcionando, no se preocupe. Mire, apretando esta tecla, la verde oliva, se activa la calculadora científica. Me olvidé de comentárselo, también puede utilizar la máquina para hacer cuentas. Y hasta tiene una función que convierte las distintas monedas de los inframundos a créditos universales. ¿Un año, me dijo? Bien, ya está. Como puede ver, eso equivale exactamente a 31.536.000 segundos. Me dice que la puso en marcha ayer, o sea que hará unas doce a catorce horas.
—En estos momentos catorce, las cuento para tener más pruebas en su contra. ¡Catorce horas sin que pase nada, maldito delincuente!
—Calma, calma. Catorce horas equivalen a 50.400 segundos según la cuenta que acabo de hacer y si se los restamos a los originales 31.536.000 segundos de un año completo nos da 31.485.600 segundos. Tal como le dije, está todo bien.
—¿Todo bien? ¡Usted está loco! ¡No pasó nada, nada de nada desde que la puse en funcionamiento!
—Ahora caigo, ya sé lo que le pasa a usted. ¿Leyó el manual en forma completa, el apartado de las especificaciones técnicas y, sobre todo, el inciso que se refiere a la performance de la máquina?
—¿Eh? No, no me pareció importante, usted me había explicado sobre la imposibilidad de ir al pasado y que solo funcionaba hacia el futuro.
—Mal, muy mal. Si lo hubiese hecho, nos ahorrábamos todo este mal momento. El problema radica en sus falsas expectativas en relación con la velocidad de traslado.
—¿La velocidad de traslado? No entiendo.
—Ahí está la clave de toda esta confusión y de sus dudas con respecto a mi honestidad. Como le aclaré de entrada, solo se puede viajar hacia el futuro y usted lo está haciendo en este preciso momento.
—Pero, pero… ¡Yo no siento nada!
—Ya le dije, eso es por la velocidad de traslado. Usted se está desplazando en el tiempo en lo que llamo “velocidad normal de crucero”. En realidad, en la única velocidad posible.
—¡Sigo sin entender una mierda, la puta madre!
—Pero, si es muy sencillo, hombre: usted llegará a ese futuro dentro de un año en unos 365 días, 8.760 horas, 525.000 minutos o 31.576.000 segundos, tal cual indica la máquina.
—¡Eso es una tontería! Mejor dicho, ¡una estafa lisa y llana! ¡Usted me mintió!
—Todo lo contrario, le he dicho una verdad absoluta, jamás le he mentido en lo más mínimo. Piense: usted hasta hoy creía en esa fantasía de viajar al futuro instantáneamente y no tuvo en cuenta lo que le he explicado. Si se pudiese viajar de esa manera sería muy peligroso ya que jamás se podría hacer el viaje en sentido contrario y, en caso de no gustarle su futuro (supongamos que usted viajase hacia una época particularmente horrible en la que no se sintiese a gusto), no habría forma de modificarlo. Solo podría seguir hacia adelante sin garantía alguna de que todo no fuese aún peor. Le he vendido cordura y, por el módico precio de quince mil créditos, usted viajará en el tiempo hacia el futuro, pero de la manera más conveniente, la que la naturaleza sabiamente ha establecido.
—Pero…
—Sea sincero, antes de conocer mi máquina del tiempo la idea ni se le había cruzado por la cabeza.
—Pero…
—Más, debería estarme eternamente agradecido. Bueno —y lo palmeó paternalmente en el hombro—, ya está todo aclarado. Lo dejo porque dentro de media hora tengo una entrevista con otro probable cliente, y usted sabe que el tiempo es oro.
—Pero…
—Que tenga un muy buen día. Fue un gusto haber hecho trato con usted.

Publicado originalmente en la revista Axxón.

lunes, 4 de febrero de 2013

Descartar lo descartable- Miguel Dorelo



Descartar lo descartable-Miguel Dorelo

Cerró  la puerta detrás de si como tantas otras veces en todos estos años. A la misma hora de siempre, sin gestos ampulosos de ningún tipo, aferrándose rutinariamente a esa especie de rito pagano del que le era imposible despegarse ya que, era indudable, estaba en su naturaleza. Se sentó y, también como tantas otras veces, su mente volvió a rememorar aquello que un instante de lucidez suprema había hecho que asociara ese especial momento con la metáfora final que necesariamente abarcaba lo que la vida misma significaba para todo ser humano. Nos nutrimos de cosas indispensables, seleccionando a veces entre aquellas que más nos gustan y otras veces tan solo entre las que podemos, no siempre las que queremos. Y al final de cada día algunos, o por las mañanas como en su caso, algo siempre descartamos: para equilibrar, para sentirnos mejor con nosotros mismos y con los otros.
Pero hoy, algo no funcionaba como debía. Y recordó. Recordó la última vez que algo así le había pasado. Y ese recuerdo no fue de su agrado. Y pensó en cuanto había sufrido, y en que ya estaba demasiado grande para volver a pasar por algo así y en que no se lo merecía. O quizá sí. Raramente aquello que nos sucede no es una directa consecuencia de lo que hemos hecho. Tuvo miedo; y aferrándose a ese miedo se dijo que no se daría por vencido, que lo intentaría con todas sus fuerzas.
Ya más calmo, decidió que lo mejor sería tomárselo con calma. Estiró su brazo izquierdo y agarró uno de los libros de la pequeña pila que estaba muy cerca, los únicos que no se encontraban acomodados pulcra y ordenadamente en su biblioteca, por lo general leer un poco lo ayudaba a distenderse y todo comenzaba a fluir de manera natural.
Pero estaba escrito que hoy no era su día. Dejó de lado lo que estaba leyendo, o mejor dicho, lo que había intentado leer, ya que no había logrado concentrase más allá de lo superficial: las letras estaban, formaban palabras y estas a su vez se transformaban en frases y conceptos, pero no podía descifrar el sentido del conjunto: el todo era nada y la nada se adueñaba de sus sentidos. Era en vano intentar concentrarse y abandonó el intento.
Trató de no desesperar, si de algo le había servido el haber pasado el medio siglo de vida es el tomarse las cosas de la mejor manera posible, canalizar a su favor lo que en apariencia eran inconvenientes insalvables. Un poco más tranquilo, solo eso, no ponerse nervioso y pensar, buscar, dentro suyo estaba el problema y dentro suyo estaba la solución. Solo debía encontrar el modo correcto de morigerar el primero y potenciar al segundo.
Diez minutos, media hora, un siglo, tres milenios. No era ningún necio y comprendió que todo era en vano, que no se trataba de tan solo una cuestión de tiempo para que todo se volviese a encarrilar. Supo que debía hacer lo correcto, aunque le costase debía admitir que necesitaría ayuda.
Se levantó despacio, fue hasta la cocina, abrió la heladera, sacó la botella de agua y bebió directamente de ella un largo trago. Luego, marcó el número de ella en el celular.
—Hola, mi amor —le dijo. Y agregó a continuación lo que ya no había forma de eludir —Hacéme un favor, cuando salgas del trabajo pasá por la farmacia y traéme un Agarol y por si acaso un pote de vaselina. Me volvió a pasar, la puta madre. Debí hacerte caso, pero esa tabla de quesos estaba deliciosa.