Pasajera-
Miguel Dorelo
El
no recuerda en qué lugar subió exactamente ella, solo sabe que lo hizo en algún
momento en que con los ojos semi cerrados intentaba dormir un poco. Mira por la
ventanilla y tarda un minuto o algo así
hasta que reconoce el lugar de la ruta 8 por la que en ese momento el Chevalier
transita; acababan de dejar atrás Capitán Sarmiento y piensa en que todavía
faltan más de dos horas para llegar a
Retiro. Supone que debe haber subido allí, en esa pequeña ciudad de la
provincia a la que siempre tiene presente gracias al recuerdo de una antigua
novia oriunda del lugar. El ómnibus, extrañamente, no viaja con pasaje completo, quizá por ser mitad de
semana y un horario en el que, como suele decirse, es demasiado temprano para
algunas cosas y demasiado tarde para otras. El porqué del haber decidido ella
sentarse a su lado en el asiento que da al pasillo que hasta ese momento era
tierra de nadie escapa a su comprensión inmediata: más allá hay dos lugares
también desocupados, o mejor dicho, a medio ocupar. En uno de los asientos
viaja una mujer no muy joven y algo obesa; en el otro, tres butacas más hacia
el fondo del vehículo un hombre de mediana edad. Diez, doce o quince kilómetros
más adelante comienza a observar de reojo a la mujer que ha decido por voluntad
propia viajar como su acompañante; ellas suelen tener el poder de la decisión y esta vez no ha sido
la excepción. Ella es joven, aunque no demasiado, unos treinta y cinco años,
quizá treinta y siete, pero bien podría ya estar en los cuarenta o cuarenta y
dos; es del tipo en que la edad potencia el encanto no exento de belleza que en
algunas mujeres jamás se pierde. Su perfume ya se ha apoderado del espacio que
ocasionalmente ocupan, un aroma a lavanda que apenas reconoce como tal; no es,
de ninguna manera, un especialista en cuestiones cosméticas. Decide, caprichosamente,
que es el aroma ideal para ella. Sus cabellos son largos, de sus ojos no puede
decir nada aún porque no ha podido verlos. Aún,
aún, piensa planificando los pasos a seguir. Aunque lógicamente sentada, es
evidente que es más alta que él, no es necesario medidas excepcionales para que
lo sea, aunque eso no le preocupa demasiado: casi todas sus parejas han sido de
mayor altura que la suya. Asombrado, reflexiona sobre esta línea de pensamiento
que de repente lo ha invadido: no existen motivos, ni siquiera se han hablado,
para darle de repente el status de una posible relación amorosa al fortuito
encuentro. Es verdad que siempre fue muy enamoradizo, pero esta vez esa
característica está siendo exagerada, debe reconocerlo. Seguramente se deba en
parte al especial momento por el que está transitando, una nueva desilusión
amorosa que lo ha dejado con un dejo inusual de tristeza, yendo a contramano de
su habitual comportamiento de optimismo a ultranza rayano en la tontería. Por
un instante su mente abandona el presente y a la pasajera; los recuerdos más
inverosímiles acuden a su cabeza, entran sin golpear la puerta y se apoderan
del momento. Recuerda tardes grises, mañanas luminosas, noches sin color y
rostros y sonrisas y miradas. Luego, un par de kilómetros después, se retiran
al unísono y es como si nunca lo hubiesen visitado pero sí.
De
vuelta toda su atención se concentra en la mujer que viaja a su lado; ella
tiene puestos unos jeans de esos gastados artificialmente y aunque no podría
asegurarlo, sus piernas parecen ser largas y no demasiado delgadas. Un buzo
liviano de color beige y un cuello color blanco, quizá una blusa, a lo mejor
una camisa, asomando por debajo de su mentón.
Debería
levantarse ya, pedirle permiso, comentarle que irá a buscarse un café a la
máquina que se encuentra en el pasillo a pocos metros y ofrecerse para traerle
uno; es una buena excusa para iniciar un diálogo y la amabilidad siempre es
bien recibida por la gran mayoría de las personas. De paso la obligará a
girarse y podrá al fin ver el color de sus ojos y, lo que es más importante, la
intensidad de su mirada. La mirada de una mujer, aún la ocasional, si se sabe
interpretarla, es la vía de conocimiento más exacta para saber donde uno está
parado con respecto a ella. Eso hará. O esperará un poco más a ver qué pasa; a
lo mejor ella le pregunte si no sabe por dónde vamos, si falta mucho para tal o cual lado y entonces él le dirá
que unos cuarenta minutos siempre y cuando el tráfico se mantenga fluido o no
pinchemos una rueda y ella sonreirá y el contacto estará establecido. Dirán sus
nombres, sus destinos, a lo mejor los motivos de ese viaje y la frecuencia y más tarde la conversación irá de apoco
tomando visos personales, intercambiaran números y promesas de futuros
contactos. Y él se dará cuenta que ella es lo que siempre estuvo esperando y
ella que este hasta hace nada un desconocido ha reactivado cosas que ya creía
totalmente desconectadas.
Piensa,
planifica estrategias, especula situaciones, traza coordenadas, visualiza
horizontes acompañado por la pasajera.
Debe
hacerlo ya. Pero, no puede; una vez más, no puede, no se anima, el miedo al
fracaso es muy potente; o mejor dicho, el terror a las consecuencias del fracaso. No se puede perder lo que no se tuvo nunca,
piensa. Pero no es suficiente para decidirse. Esperará un poco más, pero
solo diez kilómetros, quizás quince, pero no más allá.
Un
fugaz vistazo por la ventanilla le informa
a través de un mojón que el ómnibus acaba de dejar atrás el kilómetro
126; siempre hace eso, mirar de vez en cuando los mojones indicadores del
costado de la ruta, “como una señal inequívoca de la ansiedad del arribo”,
según le ha dicho un psicólogo amigo en charlas no profesionales y sin
honorarios de por medio. El 100 es un buen número para comenzar, se dice
posponiendo auto promesas recién hechas, alargando en algunos cientos de metros
el instante pavoroso de las primeras palabras que deberá imperiosamente
dirigirle.
Cavila,
se embronca con él mismo, no puedo ser tan boludo; Permiso, voy a servirme un café, solo eso, el resto será más fácil.
Y quién te dice, el comienzo de algo que dure lo suficiente, lo justo entre lo
fugaz y lo rutinario; los mejores amores
son aquellos que duran hasta lo que tienen
que durar; aunque eso de que que me gustaría que estemos juntos hasta que seamos
viejecitos no es tan mal plan.
Basta de mariconadas; lo hago ya, se
decide al fin.
Ella
se levanta, camina uno, dos, siete pasos hasta la estrecha escalera que comunica
los dos niveles y desciende hasta la parte baja del vehículo. Por primera vez,
tal vez la última, la ve parada; sus piernas en efecto son muy largas pero un
poco más esbeltas que lo que había imaginado. Por primera vez, tal vez la
última, escucha su voz preguntándole al chofer si falta mucho para Puente
Saavedra. No hace nada ¿Para qué? ¿Con qué excusa?
Media
hora más tarde baja en Retiro, su destino. Bullicio y llovizna fina un poco más
allá lo esperan en el andén; solo ellos.
Vendrán
nuevos viajes con idéntico recorrido. Él ha dejado la costumbre de dormitar
mientras el ómnibus deja atrás mojones y ciudades. Quiere estar bien despierto
cuando pase, puntualmente, por aquellos dos lugares. Algún día ella subirá y
ese día lo primero que hará es averiguar de qué color son sus ojos.
8 comentarios:
Tus relatos son impredecibles , eso es lo que me cautiva.
Me gusto
Una vez más, la vida no está hecha para los tibios.
Buen relato largo. No me sale para nada eso de mantener la tensión narrativa sin anticipar así que saludos admirados!
Gracias, Chely.Sos una de mis lectoras más fieles y siempre me alegra que te sigan gustando mis relatos.
Exacto, Sandra. Más de una vez nos quedamos a mtad de camino con nuestras intenciones; en este caso ni siquiera al principio de ese camino.El costo suele ser caro.
Gracias por el elogio y quizás en mi gusto por el cuento medio o largo esté un poco la explicación de lo que marcás.
que interesante! me fascina como escribes y creas ambientes, Felicitaciones,... ya soy tu fiel seguidora.
Gracias, Lechu; a veces medio me peleo con algunos amigos escritores muy fanáticos de la micro ficción porque a mi me gusta sobremanera eso que decís, crear ambientes, describir entornos y darles un perfil bastante definido a los personajes. Me gusta tanto escribir que no puedo quedarme con pocas palabras.En cuanto me dé un poco el tiempo empezaré más de lleno una novela que me anda provocando.A veces escribo cosas muy cortitas, pero me tengo que contener para no seguir ampliando la idea.
Miguel:
Muy buena historia. Por lo menos a mí me gustó mucho.
Refiere a una fantasía muy difundida: levantarse a una mujer bella en un viaje largo en bus. Pocos, muy pocos lo han logrado...
No es necesario abundar en argumentaciones: un cuento, un hecho; aunque en este caso es un no hecho, por culpa de la timidez del pasajero.
No es de extrañar que lo hubieran abandonado; sabemos que a las mujeres, por lo general, les gustan los hombres decididos, los valientes.
Quizás la mujer fuese estrábica a morir o uno de sus ojos mostrase una nube blanca. Mientras tanto, el tímido sufrirá de ahora en más, con la ilusión con un reencuentro, que resultará desdichado.
Un gran abrazo.
Gracias, Arturo. Así es, partí de ese simple y común hecho y es ahí cuando se pone en marcha lo que más me gusta al sentarme a escribir: qué harán los personajes con respecto a la situación en sí y a sus propias personalidades. Esta vez ella solo es un detonante, el objeto de deseo y no quise ahondar dentro suyo, solo algo de su aspecto físico.Me concentré en el personaje masculino, y como decís es u n tipo que podríamos definir como tímido, pero también como un poco cagón, ya que no es tanto que no se anime a iniciar una conversación sino que tiene miedo al fracaso. Bueno, el pbre parece que viene saliendo de una mala experiencia, así que le vamos a tener algo de consideración. Además, el tipo se auto promete que la próxima vez hará las cosas distinto. Vamos a ver si cumple.
Con respecto a lo que decís de las mujeres y los hombres decididos que ellas dejan, no concuerdo: ellas nos dejan porque son jodidas.Está en sus naturalezas, je.
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