jueves, 6 de septiembre de 2012

Pasajera- Miguel Dorelo



Pasajera- Miguel Dorelo

El no recuerda en qué lugar subió exactamente ella, solo sabe que lo hizo en algún momento en que con los ojos semi cerrados intentaba dormir un poco. Mira por la ventanilla  y tarda un minuto o algo así hasta que reconoce el lugar de la ruta 8 por la que en ese momento el Chevalier transita; acababan de dejar atrás Capitán Sarmiento y piensa en que todavía faltan  más de dos horas para llegar a Retiro. Supone que debe haber subido allí, en esa pequeña ciudad de la provincia a la que siempre tiene presente gracias al recuerdo de una antigua novia oriunda del lugar. El ómnibus, extrañamente, no viaja  con pasaje completo, quizá por ser mitad de semana y un horario en el que, como suele decirse, es demasiado temprano para algunas cosas y demasiado tarde para otras. El porqué del haber decidido ella sentarse a su lado en el asiento que da al pasillo que hasta ese momento era tierra de nadie escapa a su comprensión inmediata: más allá hay dos lugares también desocupados, o mejor dicho, a medio ocupar. En uno de los asientos viaja una mujer no muy joven y algo obesa; en el otro, tres butacas más hacia el fondo del vehículo un hombre de mediana edad. Diez, doce o quince kilómetros más adelante comienza a observar de reojo a la mujer que ha decido por voluntad propia viajar como su acompañante; ellas suelen tener  el poder de la decisión y esta vez no ha sido la excepción. Ella es joven, aunque no demasiado, unos treinta y cinco años, quizá treinta y siete, pero bien podría ya estar en los cuarenta o cuarenta y dos; es del tipo en que la edad potencia el encanto no exento de belleza que en algunas mujeres jamás se pierde. Su perfume ya se ha apoderado del espacio que ocasionalmente ocupan, un aroma a lavanda que apenas reconoce como tal; no es, de ninguna manera, un especialista en cuestiones cosméticas. Decide, caprichosamente, que es el aroma ideal para ella. Sus cabellos son largos, de sus ojos no puede decir nada aún porque no ha podido verlos. Aún, aún, piensa planificando los pasos a seguir. Aunque lógicamente sentada, es evidente que es más alta que él, no es necesario medidas excepcionales para que lo sea, aunque eso no le preocupa demasiado: casi todas sus parejas han sido de mayor altura que la suya. Asombrado, reflexiona sobre esta línea de pensamiento que de repente lo ha invadido: no existen motivos, ni siquiera se han hablado, para darle de repente el status de una posible relación amorosa al fortuito encuentro. Es verdad que siempre fue muy enamoradizo, pero esta vez esa característica está siendo exagerada, debe reconocerlo. Seguramente se deba en parte al especial momento por el que está transitando, una nueva desilusión amorosa que lo ha dejado con un dejo inusual de tristeza, yendo a contramano de su habitual comportamiento de optimismo a ultranza rayano en la tontería. Por un instante su mente abandona el presente y a la pasajera; los recuerdos más inverosímiles acuden a su cabeza, entran sin golpear la puerta y se apoderan del momento. Recuerda tardes grises, mañanas luminosas, noches sin color y rostros y sonrisas y miradas. Luego, un par de kilómetros después, se retiran al unísono y es como si nunca lo hubiesen visitado pero sí.
De vuelta toda su atención se concentra en la mujer que viaja a su lado; ella tiene puestos unos jeans de esos gastados artificialmente y aunque no podría asegurarlo, sus piernas parecen ser largas y no demasiado delgadas. Un buzo liviano de color beige y un cuello color blanco, quizá una blusa, a lo mejor una camisa, asomando por debajo de su mentón.
Debería levantarse ya, pedirle permiso, comentarle que irá a buscarse un café a la máquina que se encuentra en el pasillo a pocos metros y ofrecerse para traerle uno; es una buena excusa para iniciar un diálogo y la amabilidad siempre es bien recibida por la gran mayoría de las personas. De paso la obligará a girarse y podrá al fin ver el color de sus ojos y, lo que es más importante, la intensidad de su mirada. La mirada de una mujer, aún la ocasional, si se sabe interpretarla, es la vía de conocimiento más exacta para saber donde uno está parado con respecto a ella. Eso hará. O esperará un poco más a ver qué pasa; a lo mejor ella le pregunte si no sabe por dónde vamos, si falta mucho  para tal o cual lado y entonces él le dirá que unos cuarenta minutos siempre y cuando el tráfico se mantenga fluido o no pinchemos una rueda y ella sonreirá y el contacto estará establecido. Dirán sus nombres, sus destinos, a lo mejor los motivos de ese viaje y la frecuencia  y más tarde la conversación irá de apoco tomando visos personales, intercambiaran números y promesas de futuros contactos. Y él se dará cuenta que ella es lo que siempre estuvo esperando y ella que este hasta hace nada un desconocido ha reactivado cosas que ya creía totalmente desconectadas.
Piensa, planifica estrategias, especula situaciones, traza coordenadas, visualiza horizontes acompañado por la pasajera.
Debe hacerlo ya. Pero, no puede; una vez más, no puede, no se anima, el miedo al fracaso es muy potente; o mejor dicho, el terror a  las consecuencias del fracaso. No se puede perder lo que no se tuvo nunca, piensa. Pero no es suficiente para decidirse. Esperará un poco más, pero solo diez kilómetros, quizás quince, pero no más allá.
Un fugaz vistazo por la ventanilla le informa  a través de un mojón que el ómnibus acaba de dejar atrás el kilómetro 126; siempre hace eso, mirar de vez en cuando los mojones indicadores del costado de la ruta, “como una señal inequívoca de la ansiedad del arribo”, según le ha dicho un psicólogo amigo en charlas no profesionales y sin honorarios de por medio. El 100 es un buen número para comenzar, se dice posponiendo auto promesas recién hechas, alargando en algunos cientos de metros el instante pavoroso de las primeras palabras que deberá imperiosamente dirigirle.
Cavila, se embronca con él mismo, no puedo ser tan boludo; Permiso, voy a servirme un café, solo eso, el resto será más fácil. Y quién te dice, el comienzo de algo que dure lo suficiente, lo justo entre lo fugaz  y lo rutinario; los mejores amores son aquellos que duran hasta  lo que tienen que durar; aunque eso de que que me gustaría que estemos juntos hasta que seamos viejecitos no es tan mal plan.
Basta de mariconadas; lo hago ya, se decide al fin.
Ella se levanta, camina uno, dos, siete pasos hasta la estrecha escalera que comunica los dos niveles y desciende hasta la parte baja del vehículo. Por primera vez, tal vez la última, la ve parada; sus piernas en efecto son muy largas pero un poco más esbeltas que lo que había imaginado. Por primera vez, tal vez la última, escucha su voz preguntándole al chofer si falta mucho para Puente Saavedra. No hace nada ¿Para qué? ¿Con qué excusa?
Media hora más tarde baja en Retiro, su destino. Bullicio y llovizna fina un poco más allá lo esperan en el andén; solo ellos.

Vendrán nuevos viajes con idéntico recorrido. Él ha dejado la costumbre de dormitar mientras el ómnibus deja atrás mojones y ciudades. Quiere estar bien despierto cuando pase, puntualmente, por aquellos dos lugares. Algún día ella subirá y ese día lo primero que hará es averiguar de qué color son sus ojos.

8 comentarios:

chely dijo...

Tus relatos son impredecibles , eso es lo que me cautiva.
Me gusto

Sandra Montelpare dijo...

Una vez más, la vida no está hecha para los tibios.
Buen relato largo. No me sale para nada eso de mantener la tensión narrativa sin anticipar así que saludos admirados!

Salemo dijo...

Gracias, Chely.Sos una de mis lectoras más fieles y siempre me alegra que te sigan gustando mis relatos.

Salemo dijo...

Exacto, Sandra. Más de una vez nos quedamos a mtad de camino con nuestras intenciones; en este caso ni siquiera al principio de ese camino.El costo suele ser caro.
Gracias por el elogio y quizás en mi gusto por el cuento medio o largo esté un poco la explicación de lo que marcás.

LechuCyber dijo...

que interesante! me fascina como escribes y creas ambientes, Felicitaciones,... ya soy tu fiel seguidora.

Salemo dijo...

Gracias, Lechu; a veces medio me peleo con algunos amigos escritores muy fanáticos de la micro ficción porque a mi me gusta sobremanera eso que decís, crear ambientes, describir entornos y darles un perfil bastante definido a los personajes. Me gusta tanto escribir que no puedo quedarme con pocas palabras.En cuanto me dé un poco el tiempo empezaré más de lleno una novela que me anda provocando.A veces escribo cosas muy cortitas, pero me tengo que contener para no seguir ampliando la idea.

Arturo dijo...

Miguel:
Muy buena historia. Por lo menos a mí me gustó mucho.
Refiere a una fantasía muy difundida: levantarse a una mujer bella en un viaje largo en bus. Pocos, muy pocos lo han logrado...
No es necesario abundar en argumentaciones: un cuento, un hecho; aunque en este caso es un no hecho, por culpa de la timidez del pasajero.
No es de extrañar que lo hubieran abandonado; sabemos que a las mujeres, por lo general, les gustan los hombres decididos, los valientes.
Quizás la mujer fuese estrábica a morir o uno de sus ojos mostrase una nube blanca. Mientras tanto, el tímido sufrirá de ahora en más, con la ilusión con un reencuentro, que resultará desdichado.
Un gran abrazo.

Salemo dijo...

Gracias, Arturo. Así es, partí de ese simple y común hecho y es ahí cuando se pone en marcha lo que más me gusta al sentarme a escribir: qué harán los personajes con respecto a la situación en sí y a sus propias personalidades. Esta vez ella solo es un detonante, el objeto de deseo y no quise ahondar dentro suyo, solo algo de su aspecto físico.Me concentré en el personaje masculino, y como decís es u n tipo que podríamos definir como tímido, pero también como un poco cagón, ya que no es tanto que no se anime a iniciar una conversación sino que tiene miedo al fracaso. Bueno, el pbre parece que viene saliendo de una mala experiencia, así que le vamos a tener algo de consideración. Además, el tipo se auto promete que la próxima vez hará las cosas distinto. Vamos a ver si cumple.
Con respecto a lo que decís de las mujeres y los hombres decididos que ellas dejan, no concuerdo: ellas nos dejan porque son jodidas.Está en sus naturalezas, je.