Me
hubiese gustado conocerte más- Miguel Dorelo
Como
en casi toda relación, en los primeros tiempos todo fue armonía. Desde el
primer intercambio por el chat de Facebook
supimos que teníamos tanto en común, sobre todo nuestro amor por las
letras. En esa madrugada estuvimos conectados sin darle la más mínima
importancia al correr de las horas. Te conté de mis preferencias de lectura, me
citaste a Pizarnik, su poesía descarnada con la cual tanto te identificabas, a
Cortázar, a Borges, a García Marquez; conocías de memoria largos pasajes de sus
relatos, sabías responderme cualquier inquietud que tuviese con la palabra
justa, invocando al instante a Quevedo o Jean Paul Sartre.
Nos
conectábamos absolutamente todas las noches, me contabas como estabas vestida y
que estabas tomando, casi siempre un cortado acompañado por un trozo grande de
chocolate amargo; yo y mi taza de té saborizado devorábamos las palabras que se
iban formando, danzarinas, en el monitor de la pc. Y ahí estaban, invocados por
tu brillante cabecita, Neruda o Bradbury, Tolstoi o Galeano, Saramago o Ballard.
Y pasó lo que no había forma de que no pasara: me enamoré de vos perdidamente.
Y un tiempo después un “te amo” de mi parte. Y en un tiempo que me pareció
eterno, un “yo también” como respuesta.
Un
par de meses en que la vida solo era vida a través de esa conexión que hacía
que estuvieses junto a mí en mi cuarto, pero nunca a solas, decenas, centenas
de escritores y escritoras de ficción, de poetas, de filósofos, de ensayistas,
siempre invitados por tu cerebro orgiástico, tu mente promiscua, a compartir
noches enteras de placer, revolcados entre verbos, sustantivos y metáforas. No
solo crecía mi amor hacia vos, sino que, exponencialmente, te admiraba cada vez
más por tanta literatura junta en un cuerpo tan hermoso, porque encima eras
bella como ninguna otra mujer que alguna vez haya amado.
“Quiero
verte”, te dije; “quiero tocarte”, respondiste. “Quiero olerte, besarte,
acariciarte” coincidimos. Y un buen día nos encontramos por primera vez. Y fue insoportablemente
hermoso, uno de esos momentos que justifican una vida, que duelen de felicidad,
que te vuelven frágil al comprender que ya no sos más vos, que a partir de ese
momento valés lo que ella quiera que valgas.
Quizá
a esta altura del relato más de uno piense en que tal idílica relación no tiene
cabida más que en una ficción, que esto que he escrito es tan solo un reflejo
de un deseo, de algo que jamás he vivido y que es la única forma plausible de que
algo así suceda. Permítanme decirles que no es así, que no he mentido o
inventado en lo que les he contado; ella existe, yo existo, las circunstancias
han existido. Pero debo ser completamente honesto, y para ello déjenme
contarles el final de esta historia, comenzando por el principio de ese final.
Lo “real”
duró algo así como dos meses, casi la misma cantidad de días, horas y segundos
que lo virtual, pero con el tacto, el
oído y el olfato potenciando la pasión solamente insinuada a través de la red.
Ella seguía con su constante verborragia literaria, lo que me llevaba a preguntarme
sobre la cantidad de libros leídos por esos ojos en los que solía perderme y de
los que solo podía apartar mi propia mirada para contemplar extasiado esa boca
que aún muda era un placer para los sentidos. Cuando cenábamos me citaba a Adriá
Ferran y al Bulli, sobre el arte de la
cocina gourmet, si tocaba ir al cine me comentaba sobre las opiniones de los críticos
más renombrados y sus análisis sin concesiones, en nuestras charlas de
sobremesa solía tocar todos y cada uno de los temas con el concepto justo y
oportuno: compartía con nosotros un café Benedetti, tomaba unos mates Antonin
Artaud, más de una vez Bukowsky nos agotó las existencias de todo aquello que
tuviese alguna proporción de alcohol que él considerara adecuada de nuestro
bar, siempre invitados por su privilegiada memoria, su voz de tonos precisos. Cuando
tocaba el rito de caricias y besos a ella le gustaba hacer partícipe a Wilhelm Reich y su teoría
sobre la energía orgonómica, haciendo gala aún en esos momentos tan
íntimos de su sapiencia interminable.
Lamentablemente
interminable. Dos meses fueron más que suficientes, ya imposibilitado de
soportarlo, traté de encauzar la relación pero no pude; seguramente por mi
propia incapacidad, ella es como es y quizá tendría que haber hecho algún
esfuerzo mayor por comprenderlo. Simplemente, no pude lidiar con esa sensación
de estar al lado de una especie de ente repetitivo de palabras ajenas.
Una
lástima: realmente, me hubiese gustado conocerte más…O al menos, algo.