El
náufrago secreto (homenaje a Jorge Luis Borges y J.G.Ballard) – María del Pilar
Jorge-Esteban Moscarda- Saurio- Sergio Gaut vel Hartman-Miguel Dorelo
La
vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo
que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era
anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los
profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al
presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo
en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que
las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que
podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba
recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar
desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la
colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral
arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a
quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó
un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de
la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de
demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos,
con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una
película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y
tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía
cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada
sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación.
Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto
mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este
antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar
el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el
náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos
ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano
el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero
despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado
algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de
cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de
existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en
apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo
contrario.
La
desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones.
Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares
rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el
interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó
extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol
presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada
acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el
atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su
naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez
que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los
neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas
después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba.
Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la
desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán
homérico que lo rescataría?
Entre
las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua
pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las
cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se
hallaba inmerso.
¿Seguiría
las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una
palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las
arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes
escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para
pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de
esta ensoñación.
Cuando
llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como
prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla,
demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life
de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras
saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada
de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían
entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de
poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la
hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y
las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya
eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente
absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una
miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos
de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla?
Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su
llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer
una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación
laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El
hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo—
era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque
el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples
alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o
salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del
dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba
abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que
esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el
que se encontraba.
Sostenido
por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de
caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.
Cuento
escrito en colaboración con escritores amigos en homenaje a dos grandes de la
literatura.
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