martes, 25 de diciembre de 2012

El loco del tren- Miguel Dorelo


El loco del tren- Miguel Dorelo

La gente está muy mal.
Vaya novedad, dirá más de uno. Pero déjenme que les cuente lo que me sucedió en ocasión de un corto viaje en tren desde Villa Ballester hasta Retiro en compañía de un par de amigos y después me cuentan si no tengo razón.

Nos dirigíamos el señor E, el señor F y yo hacia un evento en el que pensábamos pasar un buen rato debido a que se trataba de un encuentro cultural en que habría música, lectura de textos, tragos y mujeres, todo lo que un ser humano medio varón necesita para ser feliz, a bordo del vagón de la línea Mitre del cual ya di cuenta en las primeras líneas de este relato. Lo hacíamos de manera alegre, charlando sobre bueyes perdidos, tratando de arreglar el mundo, fijando las pautas adecuadas para conseguir que toda clase de señoras y señoritas caigan rendidas a nuestros pies, filosofando de esa manera en la que la filosofía se convierte en algo más que citas constantes de libros gordos y grises y se asemeja un poco más a la sabiduría espontánea de lo popular. Un estado ideal para un viaje de corta duración: delirar mientras el traqueteo del vagón oficia de banda improvisada de sonido.
Claro que lo ideal suele tener su contrapartida, y esta vez no fue la excepción a la regla.
La piedra en el zapato tomó la forma de un hombre joven, de entre 25 y 30 años, que sentado un par de asientos más allá de nuestra ubicación nos observaba atentamente con una mirada que se me dio por catalogar de “inquietante”. Solo nos miraba, solo eso, pero un extraño resquemor se fue apoderando de mí. Casi sin darme cuenta comencé a desear en cada estación por la que pasábamos que fuera la de su destino y descendiera en ella. Comencé a sudar frío y a contestar sin sentido algunos “a vos que te parece” que me dirigían el señor F o el señor E: todos mis sentidos se encontraban enfocados en ese hombre de contextura flaca, barba desprolija y ojos claros que se encontraba a un par de metros, siempre mirándonos y sin decir palabra.
El tren seguía avanzando, la tarde caía sobre la enorme ciudad y las primeras luces artificiales comenzaban a encenderse. Traté de mirar por la ventanilla que se encontraba a mi izquierda, ahora comprendo que fue mi forma de tratar de huir de un peligro que se hacía más y más previsible cada segundo y cada metro que transcurría en ese vagón. Solo escuchaba murmullos ininteligibles en lugar de las palabras habituales que deberían salir de las bocas del homogéneo  grupo no muy numeroso de personas que nos acompañaban en este viaje hacia ya no sabía dónde.  Comenzaba a perder noción de tiempo y espacio, mi respiración se aceleraba y los latidos de mi corazón, estaba seguro, comenzaban a retumbar hasta varios metros más allá de donde me encontraba. Tuve miedo de desmayarme y perder toda esperanza de lograr escapar de ese lugar y esa mirada.
El señor  E y el señor F gesticulaban y reían, protegidos quién sabe por quién y por qué, como si un escudo de algún material desconocido los aislara del peligro.
El convoy siguió avanzando, desentendido por completo de cuestiones mundanas, aislado en su coraza de acero, como no queriendo involucrarse en cuestiones netamente humanas.
Volví a mirar por la ventanilla: aún faltaban un par de estaciones más para llegar al destino final, la estación Retiro. Solo tenía ánimo para rogar que todo se mantuviese tal cuál, que no se modificara en lo más mínimo las condiciones del viaje, ya que había perdido toda esperanza de que el extraño personaje se bajase antes. Distraído, perdido en estos pensamientos, no pude ver el momento en que él se había levantado del asiento  y ahora se encontraba en un lugar a varios metros más adelante. Desde allí gesticulaba apuntándonos con un dedo mientras vociferaba algo en un idioma que no pude reconocer. Yo estaba totalmente asustado, al borde del pánico, esperaba que todo aquello terminara de la peor manera, pero a mis compañeros de viaje, al igual que el resto del pasaje parecían no afectarles demasiado el episodio. El señor F solo hizo una mueca que no supe cómo interpretar y el señor E reía de una forma que me pareció muy extraña, a la vez que decía “¿Qué le pasa a este loco?” mientras amagaba con ir a “ver que quiere” . Pude convencerlo a duras penas de que no lo hiciera, que podía ser peligroso porque no sabíamos nada sobre las intenciones del sujeto o bien podría estar armado.
El señor E insistía con ir a pedirle explicaciones mientras el señor F, que se me había sumado en el intento de disuadirlo y yo tratábamos de contenerlo. Fue en medio de este tira y afloje cuando el tren comenzó a circular cada vez más despacio hasta terminar por detenerse. El gran conglomerado de gente que se observaba en el andén me hizo comprender que al fin habíamos llegado a la terminal. Alcancé a ver al tipo descendiendo rápidamente del vagón y perderse entre la multitud. Hicimos lo propio y, ya un poco más tranquilo, dejé por unos minutos a mis amigos comprando cigarrillos en un kiosco anunciándoles que iría hasta los baños públicos y que de paso haría un llamado telefónico a casa de mis padres desde las cabinas que se encontraban en un extremo del andén.

Ya en la calle ubicamos las respectivas paradas de colectivos que nos terminarían de acercar a nuestros destinos finales. Nos despedimos del señor F, ya que él debía volver a su casa en el conurbano y no nos acompañaría al evento al que pensábamos concurrir el señor E y yo.

El resto de la noche transcurrió en calma, en un agradable ambiente de amigos, copas, música y lectura de cuentos en la cual tuvo una destacadísima participación mi amigo el señor E. En lo personal, cumplí con parte de mis expectativas personales y me fui del lugar con la clara perspectiva de la continuación de una relación muy prometedora con una señora a la que conocí esa noche.

Ya en casa y solo, con los primeros rayos de sol asomando por la ventana de mi cocina y ante una humeante taza de café, distendido y con la mente despejada hago un repaso de estas últimas horas y sonrío. El destino suele situarnos  en lugares y momentos en que tomar  las decisiones adecuadas es algo que puede marcar el rumbo que tomará nuestra vida. Como ya me ha sucedido otras veces, ayer fue uno de esos momentos y, orgullosamente, puedo decir que no me he defraudado a mí mismo. Como en esas anteriores ocasiones he sabido actuar rápida y efectivamente. Apenas descendidos en la estación Retiro y luego de excusarme con mis amigos alcancé rápidamente al tipo de la mirada extraña, a ese reverendo hijo de puta que ya no podrá jugar a su jueguito malvado  con persona alguna nunca, nunca, nunca más. Arrastrarlo hasta el rincón que queda entre las cabinas telefónicas fue fácil y como suele pasar en estas grandes ciudades nadie se fijó demasiado en lo que pasaba. Fueron siete puñaladas precisas, ya estoy lo suficientemente práctico como para saber en qué parte del cuerpo la sangre tiende a fluir mansamente sin que se produzcan salpicaduras poco convenientes que manchen mi ropa. Dejé allí mismo el cuerpo, entré a una de las cabinas, limpié un par de manchas rojas de mi mano derecha, utilizar guantes me hace sentir como que no estoy haciendo las cosas como deben ser, tomé el tubo del teléfono, marqué el número  y llamé a mis padres.

Sorbo el último poco de café ya casi frío y me dirijo a acostarme, el cansancio y el sueño comienzan a vencerme, ya no soy un jovenzuelo, debo admitirlo. Antes de dormirme un último pensamiento me invade, el recuerdo de mis amigos, el señor E y el señor F; algo no me termina de cerrar con respecto a sus comportamientos al bordo del  tren. En cierta forma me sentí defraudado con sus actitudes y creo que deberé hacer algo al respecto. Antes del fin de semana los llamaré por teléfono para encontrarnos y ahí veré qué hacer con ellos.

11 comentarios:

María del Pilar dijo...

Muy ingeniosa la historia. Felicitaciones, Miguel, y felicitaciones también por el reportaje radial.

Salemo dijo...

Muchas gracias, María. Por partida doble. Mi hija más chica dice que en el reportaje tengo vos de trolo. A raíz de ese comentario la acabo de desheredar. Sobre el cuento solo quiero decir que en parte es verdad, pero no recuerdo cuál parte.

El Titán dijo...

Brillante Dorelo. Doy fe de que es la pura verdad. Es más: usted me asesinó.

gabrielabaade dijo...

Muy bueno, Dorelo, muy bueno.

©Claudia Isabel dijo...

Muy buen relato!
Un placer leerlo

Salemo dijo...

No recuerdo nada de eso, yo no estaba ahí, jamás viajé en tren y matar a la gente está muy mal, don Titán. Pero,por si acaso, le pido disculpas: está en mi naturaleza.

Salemo dijo...

¡Gracias, Gabriela! Me limité a relatar lo que sucedió y preguntarle a mis abogados sobre lo que tendría que declarar si me viene a buscar la justicia.

Salemo dijo...

Un placer contarla entre las lectoras, Claudia. El relato es pura ficción ( ya no sé que hacer para no comprometerme más).

El Titán dijo...

Sea hombre, admita que me asesinó. de ese modo el infierno no será tan infernal para su alma...

El Titán dijo...

PD: el loco me dio pena, me dan pena los locos, sobre todo cuando se meten con otros locos...

Salemo dijo...

Dos cosas, no lo asesiné,hice justicia.Los lectores darán fe de que el comportamiento del señor E (aclaremos de una vez que el señor E es usted) durante el viaje en tren fue pésimo, ni hablemos del que tuvo luego en el evento cultural porque no viene al caso. Y el loco ese que tiene que andar mirando a la gente. Que se joda, él se la buscó.