El loco del tren- Miguel Dorelo
La
gente está muy mal.
Vaya
novedad, dirá más de uno. Pero déjenme que les cuente lo que me sucedió en
ocasión de un corto viaje en tren desde Villa Ballester hasta Retiro en
compañía de un par de amigos y después me cuentan si no tengo razón.
Nos
dirigíamos el señor E, el señor F y yo hacia un evento en el que pensábamos
pasar un buen rato debido a que se trataba de un encuentro cultural en que
habría música, lectura de textos, tragos y mujeres, todo lo que un ser humano
medio varón necesita para ser feliz, a bordo del vagón de la línea Mitre del
cual ya di cuenta en las primeras líneas de este relato. Lo hacíamos de manera
alegre, charlando sobre bueyes perdidos, tratando de arreglar el mundo, fijando
las pautas adecuadas para conseguir que toda clase de señoras y señoritas caigan
rendidas a nuestros pies, filosofando de esa manera en la que la filosofía se
convierte en algo más que citas constantes de libros gordos y grises y se
asemeja un poco más a la sabiduría espontánea de lo popular. Un estado ideal
para un viaje de corta duración: delirar mientras el traqueteo del vagón oficia
de banda improvisada de sonido.
Claro
que lo ideal suele tener su contrapartida, y esta vez no fue la excepción a la
regla.
La
piedra en el zapato tomó la forma de un hombre joven, de entre 25 y 30 años,
que sentado un par de asientos más allá de nuestra ubicación nos observaba
atentamente con una mirada que se me dio por catalogar de “inquietante”. Solo
nos miraba, solo eso, pero un extraño resquemor se fue apoderando de mí. Casi
sin darme cuenta comencé a desear en cada estación por la que pasábamos que
fuera la de su destino y descendiera en ella. Comencé a sudar frío y a
contestar sin sentido algunos “a vos que
te parece” que me dirigían el señor F o el señor E: todos mis sentidos se
encontraban enfocados en ese hombre de contextura flaca, barba desprolija y
ojos claros que se encontraba a un par de metros, siempre mirándonos y sin
decir palabra.
El
tren seguía avanzando, la tarde caía sobre la enorme ciudad y las primeras
luces artificiales comenzaban a encenderse. Traté de mirar por la ventanilla
que se encontraba a mi izquierda, ahora comprendo que fue mi forma de tratar de
huir de un peligro que se hacía más y más previsible cada segundo y cada metro
que transcurría en ese vagón. Solo escuchaba murmullos ininteligibles en lugar
de las palabras habituales que deberían salir de las bocas del homogéneo grupo no muy numeroso de personas que nos
acompañaban en este viaje hacia ya no sabía dónde. Comenzaba a perder noción de tiempo y espacio,
mi respiración se aceleraba y los latidos de mi corazón, estaba seguro,
comenzaban a retumbar hasta varios metros más allá de donde me encontraba. Tuve
miedo de desmayarme y perder toda esperanza de lograr escapar de ese lugar y
esa mirada.
El
señor E y el señor F gesticulaban y
reían, protegidos quién sabe por quién y por qué, como si un escudo de algún
material desconocido los aislara del peligro.
El
convoy siguió avanzando, desentendido por completo de cuestiones mundanas,
aislado en su coraza de acero, como no queriendo involucrarse en cuestiones
netamente humanas.
Volví
a mirar por la ventanilla: aún faltaban un par de estaciones más para llegar al
destino final, la estación Retiro. Solo tenía ánimo para rogar que todo se
mantuviese tal cuál, que no se modificara en lo más mínimo las condiciones del
viaje, ya que había perdido toda esperanza de que el extraño personaje se
bajase antes. Distraído, perdido en estos pensamientos, no pude ver el momento en
que él se había levantado del asiento y
ahora se encontraba en un lugar a varios metros más adelante. Desde allí
gesticulaba apuntándonos con un dedo mientras vociferaba algo en un idioma que
no pude reconocer. Yo estaba totalmente asustado, al borde del pánico, esperaba
que todo aquello terminara de la peor manera, pero a mis compañeros de viaje,
al igual que el resto del pasaje parecían no afectarles demasiado el episodio.
El señor F solo hizo una mueca que no supe cómo interpretar y el señor E reía
de una forma que me pareció muy extraña, a la vez que decía “¿Qué le pasa a este loco?” mientras amagaba
con ir a “ver que quiere” . Pude
convencerlo a duras penas de que no lo hiciera, que podía ser peligroso porque
no sabíamos nada sobre las intenciones del sujeto o bien podría estar armado.
El
señor E insistía con ir a pedirle explicaciones mientras el señor F, que se me
había sumado en el intento de disuadirlo y yo tratábamos de contenerlo. Fue en
medio de este tira y afloje cuando el tren comenzó a circular cada vez más
despacio hasta terminar por detenerse. El gran conglomerado de gente que se
observaba en el andén me hizo comprender que al fin habíamos llegado a la
terminal. Alcancé a ver al tipo descendiendo rápidamente del vagón y perderse
entre la multitud. Hicimos lo propio y, ya un poco más tranquilo, dejé por unos
minutos a mis amigos comprando cigarrillos en un kiosco anunciándoles que iría
hasta los baños públicos y que de paso haría un llamado telefónico a casa de
mis padres desde las cabinas que se encontraban en un extremo del andén.
Ya
en la calle ubicamos las respectivas paradas de colectivos que nos terminarían
de acercar a nuestros destinos finales. Nos despedimos del señor F, ya que él
debía volver a su casa en el conurbano y no nos acompañaría al evento al que
pensábamos concurrir el señor E y yo.
El
resto de la noche transcurrió en calma, en un agradable ambiente de amigos,
copas, música y lectura de cuentos en la cual tuvo una destacadísima participación
mi amigo el señor E. En lo personal, cumplí con parte de mis expectativas
personales y me fui del lugar con la clara perspectiva de la continuación de
una relación muy prometedora con una señora a la que conocí esa noche.
Ya
en casa y solo, con los primeros rayos de sol asomando por la ventana de mi
cocina y ante una humeante taza de café, distendido y con la mente despejada
hago un repaso de estas últimas horas y sonrío. El destino suele situarnos en lugares y momentos en que tomar las decisiones adecuadas es algo que puede
marcar el rumbo que tomará nuestra vida. Como ya me ha sucedido otras veces,
ayer fue uno de esos momentos y, orgullosamente, puedo decir que no me he
defraudado a mí mismo. Como en esas anteriores ocasiones he sabido actuar rápida
y efectivamente. Apenas descendidos en la estación Retiro y luego de excusarme
con mis amigos alcancé rápidamente al tipo de la mirada extraña, a ese
reverendo hijo de puta que ya no podrá jugar a su jueguito malvado con persona alguna nunca, nunca, nunca más.
Arrastrarlo hasta el rincón que queda entre las cabinas telefónicas fue fácil y
como suele pasar en estas grandes ciudades nadie se fijó demasiado en lo que
pasaba. Fueron siete puñaladas precisas, ya estoy lo suficientemente práctico
como para saber en qué parte del cuerpo la sangre tiende a fluir mansamente sin
que se produzcan salpicaduras poco convenientes que manchen mi ropa. Dejé allí
mismo el cuerpo, entré a una de las cabinas, limpié un par de manchas rojas de
mi mano derecha, utilizar guantes me hace sentir como que no estoy haciendo las
cosas como deben ser, tomé el tubo del teléfono, marqué el número y llamé a mis padres.
Sorbo
el último poco de café ya casi frío y me dirijo a acostarme, el cansancio y el
sueño comienzan a vencerme, ya no soy un jovenzuelo, debo admitirlo. Antes de
dormirme un último pensamiento me invade, el recuerdo de mis amigos, el señor E
y el señor F; algo no me termina de cerrar con respecto a sus comportamientos
al bordo del tren. En cierta forma me
sentí defraudado con sus actitudes y creo que deberé hacer algo al respecto.
Antes del fin de semana los llamaré por teléfono para encontrarnos y ahí veré
qué hacer con ellos.
11 comentarios:
Muy ingeniosa la historia. Felicitaciones, Miguel, y felicitaciones también por el reportaje radial.
Muchas gracias, María. Por partida doble. Mi hija más chica dice que en el reportaje tengo vos de trolo. A raíz de ese comentario la acabo de desheredar. Sobre el cuento solo quiero decir que en parte es verdad, pero no recuerdo cuál parte.
Brillante Dorelo. Doy fe de que es la pura verdad. Es más: usted me asesinó.
Muy bueno, Dorelo, muy bueno.
Muy buen relato!
Un placer leerlo
No recuerdo nada de eso, yo no estaba ahí, jamás viajé en tren y matar a la gente está muy mal, don Titán. Pero,por si acaso, le pido disculpas: está en mi naturaleza.
¡Gracias, Gabriela! Me limité a relatar lo que sucedió y preguntarle a mis abogados sobre lo que tendría que declarar si me viene a buscar la justicia.
Un placer contarla entre las lectoras, Claudia. El relato es pura ficción ( ya no sé que hacer para no comprometerme más).
Sea hombre, admita que me asesinó. de ese modo el infierno no será tan infernal para su alma...
PD: el loco me dio pena, me dan pena los locos, sobre todo cuando se meten con otros locos...
Dos cosas, no lo asesiné,hice justicia.Los lectores darán fe de que el comportamiento del señor E (aclaremos de una vez que el señor E es usted) durante el viaje en tren fue pésimo, ni hablemos del que tuvo luego en el evento cultural porque no viene al caso. Y el loco ese que tiene que andar mirando a la gente. Que se joda, él se la buscó.
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