Viajar en tren juntos...¿Qué más se puede pedir?
Todos los trenes-Miguel Dorelo
Quién lo hubiese imaginado ¿No amor? Digo, este final tan parecido a aquél principio.
¿Te acordás? Cinco meses y ocho días. Ni mucho ni poco: el tiempo que nos fue destinado.
Y en menos de una hora, cuarenta y siete minutos para ser más exacto si este maldito y a la vez amado tren llega a horario por una puta vez, todo lo que fue ya no será.
La impuntualidad acostumbrada del servicio que a todos pone de mal humor fue en nuestro caso una bendición.
—En este ramal siempre lo mismo, otra vez voy a llegar tarde —dijiste por decir algo.
Y yo, que te venía observando en silencio desde hacía varias semanas, ya completamente enamorado y sin poder ni querer evitarlo, me aferré a tu queja como si de ello dependiera mi propia vida.
—Si, pero este igualmente sigue siendo el medio de transporte más lindo del mundo. —dije sin pensar. Y me miraste por primera vez.
Y como si todo hubiese estado programado para nosotros dos, casi al instante irrumpió la G-22 en la estación José María Bosch, línea Urquiza, en el partido de 3 de Febrero, provincia de Buenos Aires, este mismo lugar, pero en otro tiempo y en otras circunstancias.
Por primera vez nos sentamos uno al lado del otro. Fue esa nuestra primera vez en el tercer vagón de aquella formación.
—Te gustan los trenes, parece —me dijiste.
—Los amo — te contesté. Y a vos también, casi agrego, pero esto último no salió de mis labios jamás.
En ese mismo viaje descubrimos la pasión mutua que sentíamos por el ferrocarril.
Todas las mañanas en el mismo andén y a la misma hora.
Un corto saludo y luego rápidamente a ocupar nuestros lugares.
Supongo que algo al que algunos llaman destino o quizás una caprichosa e indescifrable designación divina, pero en el fragor de los cuerpos apurados por subir de la multitud de pasajeros y no importando cuanto demoráramos en ubicarnos ante nuestros asientos, estos siempre estaban desocupados, como esperando a nuestros cuerpos. O a nuestras almas.
De Bosch a Federico Lacroze. Todos los días de la semana, ida y vuelta. Menos de quince kilómetros y unos pocos minutos de viaje.
Pero,el lunes Bosch se transformó en Pretoria, el paisaje suburbano en una inmensa sabana sudafricana y el destino final fue trasmutado a Ciudad del Cabo. Relajados y con los ojos cerrados, gozamos juntos de nuestro primer viaje en el “Tren Azul” un auténtico hotel rodante de cinco estrellas que fue inaugurado para nosotros, estábamos seguros de eso, en el año 1939.
El martes me dijiste: —Hoy quiero algo de aventura —casi de inmediato “La General” se presentó ante nuestros ojos; la mítica locomotora construida para la Western and Atlantic en 1885 lanzó una gran bocanada de vapor y en pocos minutos el salvaje oeste americano comenzó a penetrar en nuestras retinas.
A mitad de semana todo lo preconcebido sobre el tiempo y las distancias fue dado por tierra: los 9.297 kilómetros desde Moscú a Vladivostok nos resultaron poco, extasiados ante los inconmensurables paisajes nevados que desfilaban sin solución de continuidad detrás de los vidrios empañados de las ventanillas, a bordo del “Transiberiano”. Nuestra felicidad se catapultó al infinito.
Y otro día fue el turno de “El tren de las nubes”, parsimonioso y trepador. Y en otra ocasión el “Tren bala” en Osaka o el “Ave”español, puro vértigo y adrenalina.
Cinco meses y ocho días viajando, juntos, por todo el mundo.
Y la estación Devoto fue Dortmund, Francisco Beiró, Luxemburgo; y las trochas cambiando permanentemente, de 768 mm. si viajábamos por Austria, India o Polonia; o si ese día decidíamos hacerlo por Australia, Costa Rica o Nigeria, aumentaría a 1067mm.
Magia pura. La de la palabra en forma de relato, o la de la ensoñación; el deseo mutuo de compartir con ella todos esos viajes escapando de la rutina de quince minutos diarios a bordo de aquél mal conservado tren de las afueras de la gran ciudad, yendo al trabajo. O un milagro convirtiendo en real lo imaginado. Quién sabe. Quién puede asegurar una u otra cosa.
Pero, también tengo que hablar de ayer. Y luego de hoy.
Ayer, cuando regresábamos desde Lacroze/ Edimburgo y a mitad de camino me diste la noticia.
—Mañana será nuestro último viaje juntos –descargaste sin aviso.
Y luego me contaste aquello del chico que conociste y con el que empezabas a salir, que él también viajaba todos los días a Buenos Aires, nombraste, creo, un Chevrolet Corsa color azul y que a partir del lunes el te llevaría y te traería.
Y hoy, esta mañana, sentados en nuestro asiento del tercer vagón, tirado junto al resto del convoy por la G-22, la magia se rompió. Y los carteles en las estaciones decían Moreno, Artigas, Villa Lynch; y todo el paisaje era exactamente igual a hace cinco meses y nueve días.
Me fue imposible ir a mi trabajo. Deambulé por la ciudad esperando la hora del regreso y pensando en qué hacer.
Y de repente, lo supe: París y el “Orient Express”. Saldremos, en nuestro último viaje juntos, desde la capital francesa, digamos, en el año 1915, acompañados por la conjura y las intrincadas acciones, rodeados de agentes y espías de las principales potencias mundiales. Sé que ella no podrá resistirse y una vez situados en uno de sus lujosos camarotes, con una copa de coñac en mis manos y otra de jerez en las suyas tendré el tiempo suficiente para disuadirla de sus planes. Le diré lo que he callado hasta hoy y me dirá: —lo sospechaba —Y agregará que era hora de que se lo dijera y que ya no nos separaremos nunca más.
O, en el peor de los casos, nos convertiremos en dos desaparecidos más, en un misterio más sin resolver a bordo del “expreso espía” antes de su arribo a Estambul.
Exclusivo para La Cuentoteca