viernes, 13 de julio de 2012

Caminata- Miguel Dorelo



Caminata- Miguel Dorelo

Ellos siempre quieren morderme. No es que los provoque ni nada por el estilo, creo que simplemente sienten una especial predilección por hincar sus dientes en mi carne.

Me agrada sobremanera salir a caminar; sobre todo en las tardes de otoño. Lo hago a la hora exacta en que sé que inexorablemente el sol ya se habrá ocultado cuando decida emprender el regreso; es lo único planificado de todo el recorrido.
Mientras camino, me deleito oyendo el ronronear de los autos en las avenidas, las voces de la gente o el silencio de una plaza desierta. Repito recorridos solo de forma azarosa, aunque de vez en cuando vuelvo a pasar  por lugares que  forman tan parte de mi como mis vísceras, esos entrañables sitios en que alguna vez besé, abracé, acaricié a algún ex amor. Y  la añoranza me acompaña en gran parte del trayecto. Siempre de momentos agradables, quizá con un dejo de tristeza muy pequeño, justo el suficiente para potenciar el sentimiento  que se apodera de la tarde y del paseo; un ex amor siempre es un buen recuerdo cuando sabemos recordarlo  justo hasta el momento exacto en que empezará a dejar de serlo. Todos mis amores han sido para toda la vida, solo han cambiado de aspecto por un corto periodo de tiempo, confundiéndome con colores de ojos y cabellos de distintas tonalidades, olores disímiles, bocas más grandes o más chicas, de labios finos o más gruesos, todas ellas siempre comúnmente dispuestas. Me gusta recordar bocas y a las dueñas de esas bocas.
A veces escucho música con mis auriculares y la ciudad se desliza por mis pupilas como un video clip sin  editar, quizá abandonado a medio hacer por un director cansado de efectos especiales de dudoso gusto exigidos por el productor.
 Disfruto mucho de mis caminatas y mis preferidas, ahora que lo pienso, han sido aquellas en las que la única compañía he sido yo mismo. No por egoísmo ni nada que se le parezca, también he sentido en muchísimas ocasiones la necesidad de apurar el paso y acortar así el tiempo de regreso o de encuentro con ese alguien al que uno extraña imperiosamente aunque hayan sido escasas las horas de ocasional ausencia.

Uno de ellos, siempre hay uno de ellos vigilándome, me gruñe  desde demasiado cerca, ensimismado en mis pensamientos lo veo algo tarde, casi sin tiempo para evitar el desagradable encuentro. Por suerte la distancia es la suficiente para evitar un ataque. Cruzo a la vereda de enfrente y continúo con mi derrotero, aunque ya algo nervioso.

Camino a paso no demasiado lento, deteniéndome a mirar de vez en cuando algo que llame mi atención, por lo general me gusta observar las fachadas de las casas antiguas; también me agradan sobremanera los grandes espacios verdes, esas plazas con pretensiones de colinas y enmarcadas con un fondo de edificios altos,  el contraste de lo natural con el toque artificial de hormigón, acero y vidrio potenciando la belleza del paisaje urbano.
La tarde cae lánguida y parsimoniosamente, los colores comienzan a cambiar a ojos vista: el reflejo en el asfalto potencia el ocre de las miles de hojas caídas al borde del cordón de la avenida, la luz verde del semáforo de la esquina es vencida por un haz del sol y pacientemente espera sabiendo que, como siempre, volverá a brillar en todo su esplendor  apenas su contrincante momentáneo desaparezca en el horizonte. Miro hacia arriba, siempre lo hago a esas horas, y juego a poder encontrar a la primera estrella visible en ese extraño momento en que la oscuridad y la luz se confunden sobre la faz del planeta y que, sospecho, encierra algo inmensamente más peligroso que un simple cambio de luminosidad natural.

Doblo hacia la izquierda y casi en el acto me doy cuenta que cometí un error: a pesar de quedar momentáneamente cegado por la luz frontal alcanzo a ver la odiada figura de cuatro patas avanzando lentamente hacia mí.
Trato de apurarme, aunque sé que correr no es lo adecuado en estos casos; aparecen dos más desde el norte, uno es de contextura media, pero el otro es realmente enorme, como jamás antes he visto. Aún debo recorrer unos ciento cincuenta metros hasta la seguridad de mi departamento y mi corazón abandona el espacio natural que anatómicamente le corresponde comenzando  su enésimo ascenso hasta mi garganta; siento el familiar ahogo, mis manos comienzan a temblar, mi cuerpo entero comienza a mojarse con ese sudor frío tan desagradable que siempre se hace presente justo al lado de la palabra miedo.

He realizado mis caminatas en todo aquél lugar que he visitado o he vivido; algún pueblo minúsculo en los que solo hicieron falta unos pocos minutos para recorrerlo por entero y en el cuál uno se convierte de repente y por la sola presencia fuera de contexto, en  protagonista impensado, atrayendo  miradas y saludos que conspiran contra aquella pretensión de soledad planificada. Es por eso que prefiero las grandes ciudades y el anonimato que conlleva ser tan solo uno más entre otros miles de paseantes y sin embargo potenciando, paradójicamente, el sentirse único.

Veinte metros o menos. O un millón de años luz; uno de esos momentos en que un instante es eterno, cinco metros, cien mil kilómetros, en el que llegar a buen puerto se nos hace tan utópico que nos dan ganas de llorar. La puerta de entrada a mi edificio es el paraíso prometido. Mi cabeza gira sin que mi voluntad intervenga en lo más mínimo, obliga a mis ojos a una última mirada temerosa sobre el hombro. Nada. Extrañamente, la no visión del enemigo convierte en pánico el ahora casi entrañable miedo anterior.
Cruzo, al fin, la línea de llegada. —Deberían darme una medalla —murmuro casi al borde de la histeria.



A veces me siento tan confundido que no alcanzo a discernir cuánto hay de realidad en mis caminatas y cuanto de una especie de delirio paranoico; aunque sé que me hace inmensamente feliz recorrer la ciudad, olerla, mirarla, escucharla, no puedo dejar de reconocer que al final del recorrido esa extraña, desesperante angustia está siempre  esperándome, y que antes de dormirme cavilaré durante horas sobre eternas caminatas y peligros acechantes.
Y  otras veces, en esos momentos de extrema lucidez que todos alguna vez tenemos, creeré haber encontrado la perfecta solución al problema y me dormiré tranquilo y soñaré con aquella inmensa ciudad de esencia inequívocamente femenina, esperándome ansiosamente, ofreciéndoseme enteramente y sin perros a la vista.

2 comentarios:

Arturo dijo...

Miguel:
No hay caso, cada loco con su tema. Algo que en este cuento cobra plena vigencia.
Muy bien llevado, un rato está disfrutando del paseo y de repente lo acosa el miedo.
Debe ser difícil de soportar.
Saludos.

Salemo dijo...

Gracias, Arturo. Este relato, si algún día me hago famoso, es de esos en que los críticos descubrirán cosas que ni yo sabía que quise decir: que los perros en realidad no son perros,que cuando hablo de una ciudad estoy hablando de una mina y de una relación compleja o de mi mamá ( son jodidos cuando se ponen a relacionar estos guachos). Y capaz que tendrán razón estos desgraciados. Yo escribo lo que me sale y trato de decir lo que puedo. En este caso, es bastante como vos decís, hablo de los miedos entremezclados con los disfrutes. Y los perros siempre me quieren morder cuando paseo. Literalmente. Desgraciados.
Un saludo.