Caminata- Miguel Dorelo
Ellos siempre quieren morderme. No es que
los provoque ni nada por el estilo, creo que simplemente sienten una especial
predilección por hincar sus dientes en mi carne.
Me
agrada sobremanera salir a caminar; sobre todo en las tardes de otoño. Lo hago
a la hora exacta en que sé que inexorablemente el sol ya se habrá ocultado cuando
decida emprender el regreso; es lo único planificado de todo el recorrido.
Mientras
camino, me deleito oyendo el ronronear de los autos en las avenidas, las voces
de la gente o el silencio de una plaza desierta. Repito recorridos solo de
forma azarosa, aunque de vez en cuando vuelvo a pasar por lugares que forman tan parte de mi como mis vísceras,
esos entrañables sitios en que alguna vez besé, abracé, acaricié a algún ex amor.
Y la añoranza me acompaña en gran parte
del trayecto. Siempre de momentos agradables, quizá con un dejo de tristeza muy
pequeño, justo el suficiente para potenciar el sentimiento que se apodera de la tarde y del paseo; un ex
amor siempre es un buen recuerdo cuando sabemos recordarlo justo hasta el momento exacto en que empezará
a dejar de serlo. Todos mis amores han sido para toda la vida, solo han
cambiado de aspecto por un corto periodo de tiempo, confundiéndome con colores
de ojos y cabellos de distintas tonalidades, olores disímiles, bocas más
grandes o más chicas, de labios finos o más gruesos, todas ellas siempre
comúnmente dispuestas. Me gusta recordar bocas y a las dueñas de esas bocas.
A
veces escucho música con mis auriculares y la ciudad se desliza por mis pupilas
como un video clip sin editar, quizá
abandonado a medio hacer por un director cansado de efectos especiales de
dudoso gusto exigidos por el productor.
Disfruto mucho de mis caminatas y mis
preferidas, ahora que lo pienso, han sido aquellas en las que la única compañía
he sido yo mismo. No por egoísmo ni nada que se le parezca, también he sentido
en muchísimas ocasiones la necesidad de apurar el paso y acortar así el tiempo
de regreso o de encuentro con ese alguien al que uno extraña imperiosamente
aunque hayan sido escasas las horas de ocasional ausencia.
Uno de ellos, siempre hay uno de ellos
vigilándome, me gruñe desde demasiado
cerca, ensimismado en mis pensamientos lo veo algo tarde, casi sin tiempo para
evitar el desagradable encuentro. Por suerte la distancia es la suficiente para
evitar un ataque. Cruzo a la vereda de enfrente y continúo con mi derrotero,
aunque ya algo nervioso.
Camino
a paso no demasiado lento, deteniéndome a mirar de vez en cuando algo que llame
mi atención, por lo general me gusta observar las fachadas de las casas
antiguas; también me agradan sobremanera los grandes espacios verdes, esas
plazas con pretensiones de colinas y enmarcadas con un fondo de edificios altos,
el contraste de lo natural con el toque
artificial de hormigón, acero y vidrio potenciando la belleza del paisaje
urbano.
La
tarde cae lánguida y parsimoniosamente, los colores comienzan a cambiar a ojos
vista: el reflejo en el asfalto potencia el ocre de las miles de hojas caídas
al borde del cordón de la avenida, la luz verde del semáforo de la esquina es
vencida por un haz del sol y pacientemente espera sabiendo que, como siempre,
volverá a brillar en todo su esplendor
apenas su contrincante momentáneo desaparezca en el horizonte. Miro
hacia arriba, siempre lo hago a esas horas, y juego a poder encontrar a la
primera estrella visible en ese extraño momento en que la oscuridad y la luz se
confunden sobre la faz del planeta y que, sospecho, encierra algo inmensamente
más peligroso que un simple cambio de luminosidad natural.
Doblo hacia la izquierda y casi en el acto
me doy cuenta que cometí un error: a pesar de quedar momentáneamente cegado por
la luz frontal alcanzo a ver la odiada figura de cuatro patas avanzando
lentamente hacia mí.
Trato de apurarme, aunque sé que correr no
es lo adecuado en estos casos; aparecen dos más desde el norte, uno es de
contextura media, pero el otro es realmente enorme, como jamás antes he visto.
Aún debo recorrer unos ciento cincuenta metros hasta la seguridad de mi
departamento y mi corazón abandona el espacio natural que anatómicamente le
corresponde comenzando su enésimo
ascenso hasta mi garganta; siento el familiar ahogo, mis manos comienzan a
temblar, mi cuerpo entero comienza a mojarse con ese sudor frío tan
desagradable que siempre se hace presente justo al lado de la palabra miedo.
He
realizado mis caminatas en todo aquél lugar que he visitado o he vivido; algún
pueblo minúsculo en los que solo hicieron falta unos pocos minutos para
recorrerlo por entero y en el cuál uno se convierte de repente y por la sola
presencia fuera de contexto, en
protagonista impensado, atrayendo
miradas y saludos que conspiran contra aquella pretensión de soledad
planificada. Es por eso que prefiero las grandes ciudades y el anonimato que
conlleva ser tan solo uno más entre otros miles de paseantes y sin embargo
potenciando, paradójicamente, el sentirse único.
Veinte metros o menos. O un millón de años
luz; uno de esos momentos en que un instante es eterno, cinco metros, cien mil
kilómetros, en el que llegar a buen puerto se nos hace tan utópico que nos dan
ganas de llorar. La puerta de entrada a mi edificio es el paraíso prometido. Mi
cabeza gira sin que mi voluntad intervenga en lo más mínimo, obliga a mis ojos
a una última mirada temerosa sobre el hombro. Nada. Extrañamente, la no visión
del enemigo convierte en pánico el ahora casi entrañable miedo anterior.
Cruzo, al fin, la línea de llegada.
—Deberían darme una medalla —murmuro casi al borde de la histeria.
A veces me siento tan confundido que no
alcanzo a discernir cuánto hay de realidad en mis caminatas y cuanto de una
especie de delirio paranoico; aunque sé que me hace inmensamente feliz recorrer
la ciudad, olerla, mirarla, escucharla, no puedo dejar de reconocer que al
final del recorrido esa extraña, desesperante angustia está siempre esperándome, y que antes de dormirme cavilaré
durante horas sobre eternas caminatas y peligros acechantes.
Y
otras veces, en esos momentos de extrema lucidez que todos alguna vez
tenemos, creeré haber encontrado la perfecta solución al problema y me dormiré
tranquilo y soñaré con aquella inmensa ciudad de esencia inequívocamente
femenina, esperándome ansiosamente, ofreciéndoseme enteramente y sin perros a
la vista.
2 comentarios:
Miguel:
No hay caso, cada loco con su tema. Algo que en este cuento cobra plena vigencia.
Muy bien llevado, un rato está disfrutando del paseo y de repente lo acosa el miedo.
Debe ser difícil de soportar.
Saludos.
Gracias, Arturo. Este relato, si algún día me hago famoso, es de esos en que los críticos descubrirán cosas que ni yo sabía que quise decir: que los perros en realidad no son perros,que cuando hablo de una ciudad estoy hablando de una mina y de una relación compleja o de mi mamá ( son jodidos cuando se ponen a relacionar estos guachos). Y capaz que tendrán razón estos desgraciados. Yo escribo lo que me sale y trato de decir lo que puedo. En este caso, es bastante como vos decís, hablo de los miedos entremezclados con los disfrutes. Y los perros siempre me quieren morder cuando paseo. Literalmente. Desgraciados.
Un saludo.
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